Así las cosas, voy a celebrar mi particular Fin de Año con vosotros, esquilmados pero selectísimos y exquisitos lectores, maldiciendo libremente a la putísima que parió a 2011 y a toda su estirpe.
Si me pusiera a hacer recuento (no pienso), seguro que saldría por algún sitio que es el año que más noticias negativas ha generado. Y me da igual lo que diga el buenrollista anuncio de Coca-Cola, que está muy bien, sí, muy bonico y emocionante, ahí, trabajándose las ventas de 2012 mientras apela a la bonhomía innata del ser humano. Pero no, la realidad, en cuanto pasa ese anuncio, es otra, y planea sobre nuestras cabezas en forma de nube gris, pesada, plomiza. La realidad de 2011 es esa zorra implacable que ha prohibido a millones de personas tener sueños de futuro, renovar sus esperanzas o mirar hacia adelante con una sonrisa por montera. Y prueba de esta realidad son las cercanas colas del INEM y los cada vez más abundantes y visibles mendigos, por poner un ejemplo próximo, es decir, lo que veo cada día al salir de casa en la placita del Metro de Carabanchel. Sin ir más lejos.
No hablo de Egipto, que me llega al alma, ni de la desangrada Siria, ni del triste Afganistán ni del terrible Irak. Del olvidado Yemen ni de las invisibles mujeres de Somalia. ¿Para qué?
A veces me invade la inexorable tristeza de ser consciente. De qué sirve el lamento. De qué leer un periódico y saber que a las de por sí amputadas mujeres somalíes las violan repetidamente sin que al mundo le importe una mierda.
Nada está al alcance de mi mano. No puedo arreglar nada, ni cambiarlo, ni mejorarlo, ni repararlo. Y sí, están muy bien las charlitas de los tan de moda y snobistas libros de autoayuda, esas afirmaciones que dicen: "Regálale al mundo una sonrisa y él te premiará con otra mayor"... Y tontás así, propias de Coelho y Bucay. Pero ni mi sonrisa cambia nada ni esta queja va a ningún sitio.
No, no soy una aguafiestas. Ni una amargada. Ni una quejica. Y si no es el 31, saldré el 30, o el 3, y celebraré a mi manera, sin matasuegras ni agobios, sin gorritos (ni de coña me pongo yo una mierda de esas de cartón con una gomita al cuello). No celebraré que se acaba 2011, ni que empieza 2012. El tiempo es una convención que sólo sirve para organizar este caos que tenemos por mundo.
Celebraré que existo y que existís. Que escribo y me leéis. Que soy capaz de sentir la tristeza y la alegría, que me arrebato y me enfado; que llega el jueves y me alegro. Celebraré que en 2011 toqué el cielo y el abismo, que me elevé sobre las puntas de mis pies y me hundí en el fango. Que encerré mi corazón en una caja de plata y tiré la llave al foso del olvido –pero de poco sirvió pues ya lo había dado–. Que no sé contener las palabras, las que hieren y las que premian. Ni los besos. El 30, el 2 o el 3 o incluso el 4, saldré y celebraré que existe la Coronita y el tequila, el cine y la música, los vestidos de terciopelo y los tacones, un nuevo disco de Bunbury y las verónicas de Morante.
¿Y a quién dedicarle las últimas líneas de este hecho convencional llamado 2011 (no le demos, siquiera, la categoría de año)?
A los que estuvieron cerca de mí en el abismo y en el paraíso, en el fango y en la cima, en la risa y en el llanto, en las palabras que premian y en las que duelen. Quizá sin ellos, esta alma que pasea solitaria por la desolada y tristona Castilla se olvidaría hasta de andar.

La foto es de "Memorias de África", por alusiones y porque no se me ocurre mejor plan para pasar la Nochevieja. Me refiero a ver la peli, que ya me gustaría a mí estar en África. O, mejor aún, con Robert Redford.