Según un revelador estudio, realizado por reputados especialistas y resumido por Punset, el 90% de las decisiones que marcan nuestra vida (comprar un piso, casarnos, separarnos...) se toman inconscientemente. Según el mismo estudio, el inconsciente juega siempre a nuestro favor, se pone de nuestra parte, y hay que hacer tanto caso a las decisiones que se adoptan por intuición como a las que nos cuestan días de sesudos razonamientos.
Así las cosas, lo mejor es no pensar. Sólo actuar. Reservar la parte de la vida y del cerebro que dedicamos a razonar sólo para labores intelectuales (aunque esto suene pedante), académicas o para el trabajo. Para todo lo demás, dejar que sea nuestro inconsciente, nuestro ímpetu o impulso, el que decida; pues éste (y lo dicen los científicos) no actuará nunca en nuestra contra, aunque en ocasiones pueda parecerlo.
A veces es la razón la que nos condena a situaciones de desolada tristeza, a actitudes cobardes, a liarnos en vendas para heridas inexistentes o a habitar en la fría jaula de la resignación. Sí, la razón, cuando no es utilizada para crear, por ejemplo, "Madame Butterfly" o "El Quijote", sino para masticar los pros y los contras de una situación cotidiana, se convierte en un chicle pegajoso que provoca caries y afea visiblemente las sonrisas.
Pensemos en algo excelso: el amor. El sentimiento más elevado. El más puro. Pues bien, el amor es un reflejo involuntario. El amor, razonado, pierde su gracia y deja de ser tal. Por lo que, concluyendo, todo lo que hagamos por amor ha de dejar la razón a un lado. En el amor no caben razones ni explicaciones; amar es combatir –dijo el poeta–. Combatir contra la propia razón y el sentido común.
Con el paso de los años, por fin he sabido por qué me causaba tanta antipatía pasar en los libros de literatura del Romanticismo a la Ilustración, de Espronceda a Jovellanos. Y es que lo que se escribe, se pinta, se canta o se diseña, cuando es arte del de verdad, no nace de la razón (que sólo participa aportando conocimiento, y no es poco) sino del espíritu, del enthusiasmós griego, del alma misma. Y no me lío más, que me voy por otros cerros.
A estas alturas de nuestra razonada y enciclopédica existencia, los mejores y más intensos sabores –también los amargos– y los más dulces sinsabores nacen directamente del corazón, pasándose la razón por el forro.
Sin táctica ni estrategia, como bien nos explicó Benedetti.
El blog de Luisa Tomás
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lunes, 5 de diciembre de 2011
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¡ostia! Para quedarse pensando largo rato. Ayer, a pie de playa y cerveza en mano, un colega me decía: "cuando se logra conjugar la parte analítica del cerebro con la irracional, surgen las mejores ideas". Bueno, me pego un rollo. Pero estaba bien. Y coincide con lo que planteas, más o menos. Increíble.
ResponderEliminarBesos.
Totalmente de acuerdo. Lo que dices es tan verdadero y tan presente que muchas veces nos olvidamos. No se puede racionalizar el amor, más que nada porque deja de serlo. Por mi experiencia reciente, puedes estar con la persona más maravillosa del mundo, pensar racionalmente que es así... pero no sentir nada. Es cruel y triste, pero es así. Pero también puedes estar cayendo en las redes de una persona y no querer racionalmente, enfrentarte con tus propios pensamientos y finalmente que aflore el sentimiento por encima de todo, por encima de cualquier circunstancia; por mucho que tu razón te diga que no es el momento, que puede haber dificultades por el camino. Es la magia del amor, y de los sentimientos en general. Para algo son sentimientos y no razón.
ResponderEliminarExcelente texto!!
Un beso!!