El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

jueves, 18 de octubre de 2012

Una de otoño


"Tiene siempre el otoño una música nostálgica, una suerte de tristeza. De paisaje que se acaba y muere en calles grises envueltas en melancólicos gabanes. Hay paraguas que regalan lágrimas por los amores perdidos y cafés que arrastran aromas de otros días.  Y en cada rincón murmulla la banda sonora de una película de esas de antes, de las que hacen llorar. Las radios de los coches repiten su letanía apocalíptica en los atascos salpicados de tormenta. A lo lejos, el horizonte se dibuja plomizo, torpe. Como si no quisiera amanecer.

Tiene siempre el otoño esas ciudades que agonizan en mortajas ocres y amarillas. Bostezos dolientes a media tarde que dan paso a una noche temprana y larga, que expande su frío en pálidas sábanas blancas, como de hielo y agua".

Elena seguía envenenando sus pensamientos aquel octubre mientras apuraba un pitillo tras otro frente a su ventana. Nunca se había sentido tan abandonada y sola. Y aquella lluvia empezaba a ahogar su corazón mientras su angustia crecía y se deslizaba abriendo sus poros como un filo de plata.

Y a pocos metros de su casa, Rosa y Samuel habían quedado para degustar sus deliciosas rutinas: un atracón de abrazos y ensalada. En su casa o en la de él, en un restaurante o en cualquier bodega. Los espacios se ponían a sus pies para que ellos se permitieran el lujo de besarse ajenos a la realidad y a las horas. Bajo el mismo paraguas, caminaron hasta encontrar el refugio donde compartirían mantel y secretos en su minúsculo mundo, donde no cabían telediarios ni relojes. Octubre les tendió una mullida alfombra de hojas para abrigar sus pasos, les regaló la lluvia para pasear abrazados y coronó su dicha con una noche extensa, de pieles confundidas, de caricias que se despiertan para proteger el uno el sueño del otro y velar por su descanso –para arropar, para abrirse en hueco entre sus brazos, para posarse en su espalda...– mientras las gotas bendicen la ventana y el asfalto. Y la ciudad transcurre en su devenir sin reparar en su gozo.

Pero la furia de un cielo desbocado y la de Elena crecían a la par. Herida por los celos, Elena deslizaba sus dedos por la frialdad de la navaja que llevaba en el bolsillo. No podía soportarlo. Verlo reír con otra era demasiado para su frágil corazón. Y los siguió hasta la casa de él, la misma en la que ella, meses atrás, también rió y durmió. Y amó. Y soñó. No pudo más. Fuera de sí, se agazapó tras un coche y ahí esperó paciente el momento de sacar la navaja y llevar a cabo su venganza.

El limpio amanecer prometía un día apacible. Como cada mañana, Samuel se marchó a trabajar unos 20 minutos antes que Rosa, que salió un poco después, sola, desprotegida.

Tranquila, se dejó invadir por un suave aroma a pan, uva y calabazas. Rosa se acercó confiada a su coche y, de repente... ¡horror! Las cuatro ruedas estaban pinchadas. El aparatoso aspecto de su modesto utilitario desconcertó a Rosa, que esperó paciente a la grúa mientras hablaba por teléfono con Samuel. “No te preocupes por mí. Cogeré un taxi para ir al trabajo. Qué le vamos a hacer. Una gamberrada así no va a fastidiarme el día”.

No muy lejos de allí, Elena siguió llorando consumida por los celos. Pero al universo, al de todos y a ese mínimo que habían construido los dos, su furia le seguía resultando indiferente.


miércoles, 3 de octubre de 2012

Recuperando historias (otra vez, sí)

Que no escribo una línea ni aunque me maten es algo que resulta obvio, dado el abandono al que estoy sometiendo a este pobre blog. Y no es que no tenga ganas, es que no encuentro el momento de sentarme y contar un cuento. Inventarme un relato o pensar algo sobre lo que quiera o pueda escribir.

Abandonada por las musas, echo la vista atrás, hace exactamente un año, a ver qué escribía yo por entonces. Y qué encuentro. Esto. Qué sensible estaba yo entonces.

Os lo dejo, por si os apetece releerlo. Yo lo he hecho y, aunque lo cambiaría de arriba abajo, he optado por no tocar nada. Las cosas que uno hace ha de aceptarlas como se acepta a la persona amada, como un todo lleno de imperfecciones y virtudes a las que amas por igual.


¿Un bombón?

Harta como estaba de contar calorías, un buen día, decidió montar una pastelería y nombrar sus dulces con recuerdos de sus amores. Las napolitanas de chocolate pasaron a llamarse “besos de Miguel”; las palmeras, “los ojos de Luis”. Y así hasta llegar a los bombones, para los que no halló sustantivo posible.

Cada mañana, antes de que el sol desperezara al día, ella elaboraba sus delicias con mimo. Cada amanecer era un ritual de limpieza, apetecibles olores, claras a punto de nieve y música clásica. El barrio entero se despertaba con la dulzura que desprendía su casa, con un apacible rumor callado que inundaba el viento de azúcar y el otoño de cabello de ángel.

Los niños se peleaban por asomarse a la ventana y verla sacar del horno enormes bandejas de "caricias de Juan" (croasanes). Los hombres se peleaban por verla amasar: entre sus dedos, aquella mezcla deforme de harina y manteca se convertía en delicada seda; una caricia deslizándose por sus manos, tan blancas.

Y así pasaban los días, los inviernos y los años. Y ella seguía impregnando las calles de sabor y los estómagos de dulces e intensos recuerdos bañados de vainilla y azúcar glass. Pero sus pequeñas joyas de chocolate seguían sin tener nombre ni sus noches compañero, más allá de los libros de recetas y algunas soledades compartidas con una copa de vino y películas en blanco y negro.

La ciudad aún dormía y la nieve cubría con su manto las chimeneas la mañana de enero en la que supo cómo se llamarían sus bombones. Con la pulcritud y la parsimonia de siempre, peinó sus canas y cubrió su pelo; anudó su blanquísimo delantal a su delicada cintura, ya sin la firmeza de tiempos pasados (ay, de la juventud efímera –pensó–), y al mirarse al espejo supo que el verdadero bombón de su vida había sido ella misma.

Con su imperturbable belleza, ya ajada pero eterna, y su mirada limpia, abrazó satisfecha su taza de café mientras contemplaba caer los copos al otro lado del cristal antes de abrir su pastelería y regalar al barrio entero decenas y decenas de "Adelas", algunas con pistacho, otras con trufa y otras, las mejores, de chocolate puro: como su corazón. Como ella.