Cada mañana, antes de que el sol desperezara al día, ella elaboraba sus delicias con mimo. Cada amanecer era un ritual de limpieza, apetecibles olores, claras a punto de nieve y música clásica. El barrio entero se despertaba con la dulzura que desprendía su casa, con un apacible rumor callado que inundaba el viento de azúcar y el otoño de cabello de ángel.
Los niños se peleaban por asomarse a la ventana y verla sacar del horno enormes bandejas de "caricias de Juan" (croasanes). Los hombres se peleaban por verla amasar: entre sus dedos, aquella mezcla deforme de harina y manteca se convertía en delicada seda; una caricia deslizándose por sus manos, tan blancas.
Y así pasaban los días, los inviernos y los años. Y ella seguía impregnando las calles de sabor y los estómagos de dulces e intensos recuerdos bañados de vainilla y azúcar glass. Pero sus pequeñas joyas de chocolate seguían sin tener nombre ni sus noches compañero, más allá de los libros de recetas y algunas soledades compartidas con una copa de vino y películas en blanco y negro.
La ciudad aún dormía y la nieve cubría con su manto las chimeneas la mañana de enero en la que supo cómo se llamarían sus bombones. Con la pulcritud y la parsimonia de siempre, peinó sus canas y cubrió su pelo; anudó su blanquísimo delantal a su delicada cintura, ya sin la firmeza de tiempos pasados (ay, de la juventud efímera –pensó–), y al mirarse al espejo supo que el verdadero bombón de su vida había sido ella misma.
Con su imperturbable belleza, ya ajada pero eterna, y su mirada limpia, abrazó satisfecha su taza de café mientras contemplaba caer los copos al otro lado del cristal antes de abrir su pastelería y regalar al barrio entero decenas y decenas de "Adelas", algunas con pistacho, otras con trufa y otras, las mejores, de chocolate puro: como su corazón. Como ella.
Que bueno... a la altura de siempre o mejor... Rápido, pero intenso. Quizá como a Adela solo la edad nos haga valorarnos a nosotros mismos con un mínimo de objetividad...
ResponderEliminarGracias, Anónimo. La edad y los años nos enseñan a ser mejores y a dar lo mejor. También a valorarnos más. Lo mejor de la vida lo llevamos puesto y eso no nos lo quita nadie y está ahí, latiendo, acomodadito en el pecho.
ResponderEliminarJoer, qué cursi estoy hoy...
Bs
Lo primero, una chorrada: mola llamarse Miguel e imaginar que tus besos saben a napolitana de chocolate o mejor ;PP
ResponderEliminarLo segundo y más importante: Me encanta coo pasa el tiempo en el relato, como en la realidad, casi sin darnos cuenta, hasta que miramos atrás y nos percatamos. Y la foto final le da un toque maravilloso, ese frío y esas ansias de sentir el calor de un pastel o una panadería. Mmmmmmm...
Un abrazo :)
P.D: ¡¡Bombonazo!!! ;)
ResponderEliminarGracias, Explorador. El tiempo pasa que ni nos enteramos, sí. Lo bueno es vivirlo.
ResponderEliminar¿Te llamas Miguel? Enhorabuena, napolitana (je, je...). Los nombres en este relato son puro azar, menos el de Adela. La mujer me recuerda a mi abuela, por lo limpia y delicada, y mi abuela se llamaba así.
El frío del invierno... me encanta. Y la sensación del café caliente y un dulce para combatirlo. Me encanta ese frío. Y empiezo a necesitarlo. Gracias por pasar por aquí
Un abrazo
¿Bombonazo, Explorador? ¡Gracias! Adela y Luisa Tomás se sienten halagadas :)
ResponderEliminarMe ha gustado... quizás haga falta toda una vida para darnos cuenta (hablo desde el punto de vista de la mujer) que el hombre de nuestra vida somos nosotras mismas? Qué dulces más buenos me he imaginado! Odio contar calorías!
ResponderEliminarBesitos.
Me encantan los dulces!!! Pero no sus terribles consecuencias... Yo creo que no hay "nada de nuestra vida". Ni hombre ni mujer ni nada. Nuestra vida somos nosotros mismos. Pero a veces tenemos excelentes compañeros para caminarla juntos y compartir un dulce y un café. No cuentes calorías y tomátelo a mi salud :)
ResponderEliminarAnda, Luisa, pero qué has escrito. Carai, tú nos quieres romper el corazón. Que literatura tan limpia, me parece un cuento redondo. Un aire intemporal, unos saltos muy largos que pasan y ni te das cuenta.
ResponderEliminarY luego, al final,te das cuenta de algo más. ¿Qué tiene ella? La serenidad. Lo que casi nadie tiene. A lo mejor es que nos peleamos por ser otros que en realidad no somos.
Tan blanco, como te gusta.
Besos. Y felicidades por este cuento de otoño, casi de navidad, que siempre me chiflan, como el chocolate puro.
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ResponderEliminarGracias, Igor. A quien hay que felicitar es a ti por tu libro. Si los halagos vienen de este pedazo de escritor... me alegras el día. Vamos, tus palabras son tan satisfactorias como un bombón de los de Adela.
ResponderEliminarY sí, a veces somos demasiado ansiosos y pretendemos ser o tener lo que no somos ni tendremos. Igual la vida es más sencilla. A veces hay que sentirse confortado por el hecho de ver el amanecer y la nieve. Y luego tomarse un bombón a tu salud, por ejemplo.
Un abrazo
A lo mejor es porque el nombre de Adela me despierta ternura, quizás es porque me chiflan los bombones, puede que porque el chocolate negro es mi favorito... No tengo muy claro el porqué, pero este relato me ha encantado y me ha dado hambre.
ResponderEliminarGracias, Nerea. Pues corre, ve a comer algo. Mejor si es chocolate. ES que lo de Adela... ha salido así. Los nombres de ellos están puestos al azar. Luego, cuando iba hablando de la mujer, la imaginaba tan limpia, tan aseada, tan sutil, con el pelo blanco... y dije.. ¡Adela! Ya sabes por quién ;)
ResponderEliminarLo he encontrado como un delicioso bombón! ;)
ResponderEliminarSaludos.
Gracias, chatnoir. Eres más que bienvenida
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