El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

viernes, 19 de junio de 2015

Desde que te vi morir

Desde que te vi morir, tengo menos miedo a la muerte. A la vida hace tiempo que se lo perdí, de tanto como te vi vivir. Antes de verte morir, la muerte era una zorra extraña que llenaba el cementerio del pueblo de frío y de sombras. Desde que te vi morir, puedo confesar y confieso sin rubor que el cementerio del pueblo siempre me ha dado miedo. Y algunas noches, cuando salía a tirar la basura, ese temor me invadía. Andar sola por la calle sola de nuestro pueblo, tan solo, con un silencio acompasado de cortante y solitario viento, me hacía pensar en los muertos, tan solos. Y el solo ulular del cierzo me encogía el alma hasta llevarla al estómago. Pero entrar a la cocina de casa borraba cualquier macabro pensamiento. Creo que era un temor premeditado; quería sentir miedo por el placer de volver a sentirme a salvo en tu casa, que es la nuestra, la de la familia, y que tú llenaste de colores cada día. Sin saberlo. Y no, desde que te vi morir, ya no me da miedo la muerte, y menos el cementerio, porque ahí estaré algún día, en la misma tierra que te ha acogido. Y con la certeza de que mis huesos reposarán a tu lado, no volveré a sentir temor. Espero llegar con, al menos, una brizna de la dignidad que tú tuviste cuando te vi morir.

Desde que te vi morir, no creo en las casualidades. No es casualidad que no te gustaran las noches de los hospitales. "Las noches, pa los lobos, hija". "Y para las estrellas del rock, padre", te dije antes de verte morir, en aquellos días de esperanzas frustradas y goteros. Sonreías. Siempre me has reído las gracias (cuánto me has mimado), que igual no son tales, y menos que tengo ahora, desde que te vi morir. Cuando veías anochecer te inquietabas de modo inconsciente, y te fuiste de noche. La oscuridad había alimentado en tus entrañas algo que venció a tu cuerpo pero jamás a tu alma, que habita en nuestro recuerdo y en alguna otra parte, mejor que ésta, donde no volverás a sentir dolor. No hay casualidades, y no lo fue que allá donde reposa ahora tu cuerpo, entre la puesta del sol y la vereda, asomara aquella tarde una punta de ovejas para arrancar una sonrisa a tanto dolor. No es casualidad, y tú lo sabes. No fue casualidad que los animales buscaran en ese aciago atardecer su pasto junto al cementerio, cuando el sol caía y el ataúd se hundía en el suelo. Fuiste su pastor y nada, contigo, nos falta. En verdes praderas debes ahora descansar y darnos fuerzas para seguir por el camino recto, honrando tu nombre.

A nada temo desde que te vi morir. Ni siquiera esta soledad que ahora siento es real, pues, desde que te vi morir, me reconozco parte de la misma cosa que es la familia que creaste y de la que siempre serás centro. Parte del mismo ser que son mis hermanos, un todo hecho cuatro partes, nacidos de tus huesos y de tu amor (y cito a mi queridísimo Miguel Hernández, tan pastor y tan poeta). Aliviar juntos la sed ansiosa e inclemente con la que te llamó la tierra aumenta el vínculo inquebrantable que de por sí es quererte; por ti, hicimos lo que la vida nos permitió, poco fue, salvo cuidarte y procurarte un final digno, sin sufrimiento, pero habríamos arrasado ciudades, quebrantado leyes, eliminado enemigos, matado monstruos, si de algo hubiera servido, e incluso dado años de nuestra vida, pero la muerte no admite tratos. Desde que te vi morir, sé lo bueno que es decirle a la gente que quieres que la quieres; y si lo sabe, da igual. Así se le recuerda. Casi nada, salvo querer, importa desde que te vi morir.

Antes de verte morir, dijiste "cuidad a mami, pobrecita mía, lo que le faltaba ahora, que yo me ponga malo". Creo que es lo único que nos has pedido, y es todo lo que ahora te podemos dar. Mami es una mujer afortunada, aun en tu ausencia. Y el día que te vimos morir dijo "se va el sol de mi vida". Qué suerte la suya, al haber tenido un sol; que dicha la tuya, haberle dado tanta luz y calor. No sufráis, el amor es más poderoso que la muerte, que ya lo dijo Quevedo. Y las palabras de los poetas no son en vano.

Desde que te vi morir, sé lo que es el dolor. Las lágrimas antiguas eran tristezas regaladas; sólo esta pena que anuda el estómago y se enreda en el sueño es una pena certera. Ay del que sienta que la vida está vacía de sufrimiento. Yo sé que no nos quieres tristes, y yo te prometo seguir, pero antes de seguir tengo que decirte algo, que ya te dije una vez públicamente, ¿te acuerdas? Yo presentaba mi libro y tú me mirabas, mitad orgullo, mitad modestia, todo amor: "De todo lo bueno que tengo, que he tenido y que tendré, lo mejor de todo es que tú seas mi padre". Y menos mal que te lo dije antes de verte morir. Ya lo sabías, pero hay que dar también el amor en las palabras, que el verbo se queda en el hombre y habita en su inconsciente.

Después de verte morir, cuando la llamada de la rutina y la labor me obligó a este asfalto que sabes que adoro pero que ahora es sólo un gris lamento, al pasar con el coche junto a la escultura metálica del pastor que hay antes de llegar a Cuenca, te sentí ya parte de esa eternidad de la que sólo gozan los hombres libres, los sabios del espíritu, los puros de corazón. Reina ahora tu abierta y franca mirada en un horizonte que no termina donde se acaba el día, sino que permanece siempre, luminoso y apacible; los campos están más solos, pero nunca el cielo tuvo tanto brillo. Huérfanos los bosques y los ciervos, las ovejas y la loma de La Torquilla, y huérfanos de padre nosotros, y de patriarca y pilar nuestra familia, ahora son tus huellas el camino y nada más.

Desde que te vi morir, la mirada de todos los que quiero, que son los que me quieren –pues el amor sólo se da si el querer es recíproco–, se quiebra húmeda de desolación y vuelve a resplandecer al citar tu nombre. Nos gusta tu forma de querernos a todos (no tuviste delirio, sólo unos minutos antes de verte morir me dijiste "vámonos a casa". "¿A quién quieres ver, papi?", te dije. "A todos"). Y a todos los que querías ver (y sabemos bien los que somos) no sólo te amamos desde lo más íntimo e intenso de nuestro ser, sino que adoramos tu estilo: ése de no querer ser viejo; ese que derrochabas partiendo salchichón en los aperitivos que ya no son costumbre en casa, sino religión; esa apostura de la gorra calada y los ojos verdes, como el trigo, verdes; ese no parar y soltar las cosas según te vienen, con su componente de ingenuidad, inspiración y naturaleza espontánea –valga la redundancia, que en ti cabe–; y ese no rendir cuentas a nadie. Porque te queremos libre, y libre quisiste vivir (creo, con franqueza, que lo conseguiste), ante nadie capitulaste y ante nadie has de capitular: que si Dios existe, pocas cuentas va a pedirte, pues eres puro amor, y de amor está tejido el cielo.

Cuídanos desde allí. Es todo lo que deseo desde que te vi morir.



Postdata 1. Papi, he cogido prestado el título de un libro de Javier Marías, mi escritor vivo favorito, "Desde que te vi morir", porque es elocuente y me gusta, que tú me quieres mucho pero mi pobre talento tiene límites severos. Ya me imagino viendo al tío Javier en algún programa aburrido, tirados en el sofá de casa, y, después de aguantar unos cinco minutos, me dirías: "Anda, hija mía, pon el 67, que es el canal de los toros, que este tío es un tostón".

Postdata 2. Papi, tú eres pura alegría, termino esta cosa que he escrito y que tanto me ha hecho llorar con la que, creo, es tu canción favorita. Y tan favorita era, que tuvimos una yegua que se llamaba así, "Campanera". Yo no sé bailar, pero no sabes lo que daría por bailarla contigo. Algún día la bailaremos, cuando la eternidad me gobierne y vuelva a sentarme a tu lado.