El blog de Luisa Tomás

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sábado, 20 de julio de 2019

El olor a espliego

La carretera rompía los campos de girasoles como se rasga una seda, con delicada severidad. La cicatriz de asfalto quebrando los montes, dibujándose con formas sinuosas, girándose y retorciéndose para librar la geografía de su infancia, parecía trazar en su alma un dibujo confuso donde bullían, en oculta herida, la nostalgia, la rabia, el dolor y la pena.
El río, silencioso, tranquilo, con un sediento caudal de escaso septiembre, se divisaba allá al fondo, tímido, en el retrovisor. Y, al frente, la montaña. Altiva. Poderosa. Orgullosa e imperturbable, como una madre en épocas de carencia. Le parecía a su abuela Ángela.

Su abuela Ángela reía poco y siempre iba de negro. Nuca la vio vestida de otro color. De niño, le contaba que se había puesto el luto a los 26, cuando a su padre lo mató un infarto en el camino que sube de Torralbilla al pueblo. De su bisabuelo no sabía ni el nombre, solo que había muerto en el camino de Torralbilla cuando fue a comprar vino con la borrica. Le decía su abuela Ángela que en el pueblo supieron que algo malo había pasado cuando el animal llegó solo al anochecer, con las alforjas llenas de garrafas y de manojos de espliego. La abuela Ángela siempre desprendía ese olor: a espliego recién cortado. Y a vino las noches en las que él, de niño, subía a darle un beso a su casa antes de irse a dormir y la encontraba llorando, mirando la lumbre. Que eran todas. Menos en verano, que no miraba la lumbre sino al horizonte, cuando el sol se escondía tras el cementerio y teñía de rojo un cielo definido por la desolación y la belleza.
-Abuela, ¿por qué el cielo está rojo?
-Hijo, porque la Virgen está haciendo pan.
Y a esa edad, aquella metáfora, o lo que fuera, se transfiguraba en su cerebro en modo de esponjosa y tiernísima miga… ¿Haría también la Virgen rosquillas de azúcar?

La abuela Ángela le contó, en el jardín de la residencia donde sus hijos decidieron que estaría mejor que sola en el pueblo, que el viaje de su padre a Torralbilla y el traslado del pueblo a Madrid para meterla allí habían sido los más tristes de su vida. En ese instante, él se sintió, además de profundamente apenado -nada hizo por convencer a su padre y a su tío de que la abuela donde mejor estaba era en su casa-, un tanto desleal -el día que él dejó el pueblo porque, por fin, el tío había conseguido meter a su padre en la Renfe y se marchaban a vivir a Madrid, lo recuerda como uno de los más felices de su infancia: ese viaje hacia lo desconocido en el viejo R5 le tuvo atenazado el estómago durante días, antes y después del fascinante trayecto hacia la gran ciudad-.

El sábado siguiente, cuando volvió a visitarla y a contarle que por fin había aprobado el carnet, la abuela Ángela le contó que los que recogieron el cadáver de su padre, con la misma borrica que había traído el vino, dejaron en el lugar que había ocupado su cuerpo un montoncito de piedras que sujetaban unas ramitas de espliego. Desde entonces, todos los caminantes que pasan por allí, que cada vez son menos, “veraneantes que no tienen otra cosa que hacer, hijo, que ya sabes que aquello está abandonado. Ya ni se siembra ni se recoge, ni hay alegría en los campos”, ponen sobre el montón otra piedra. “Así que tu bisabuelo tiene un monumento, hijo. ¿Cuántos campesinos conoces tú que tengan un monumento?”…

Si para su abuela, aquellos dos viajes habían sido los más tristes de su vida, para él este era el más importante y extraño. Ni París fin de curso, ni Mallorca con amigos, ni la escapada a Cádiz con su novia. Aquel estaba siendo, sin duda, el viaje de su vida. Al menos hasta ahora. Los pinos cegaban las curvas impidiendo ver qué había al otro lado, y a su inexperiencia en el volante, se unía una carretera difícil, que la noche empezaba a caer y los nervios que le producía saber que a esas horas ya los estarían buscando.

Dejó el coche en la misma puerta de la casa, para que no tuviera que andar, y la ayudó a meterse en la cama. Después, encendió el fuego, calentó agua y le puso a su abuela esa bolsa de goma llena de agua caliente en el vientre para que entrase en calor, la misma que ella le ponía a él de niño para curarle los resfriados.

Y ahora sí, llamó a su padre. “Perdonadme, papá. Siento la preocupación… pero… es que me lo ha pedido y no he podido decirle que no. Lo siento, de verdad. Entiéndelo, quiere morirse en su casa. ¿Que si está para morirse? ¡Y yo qué sé! A ver, tiembla. Tendrá frío. No, no me he venido porque sean las fiestas, a ver, si hubiera querido venirme de fiesta, ¿me había traído a la abuela? Haced lo que queráis tu hermano y tú. Yo me quedo con ella”.

Aún no había amanecido cuando llegaron y los encontraron allí. Él, junto a la cama de ella. Ella, blanca y fría, de cera y nieve, vestida con un camisón rematado en puntillas que su marido -del que enviudó a los 56, cuando su nieto ni siquiera había nacido- le había traído un día que viajó a la capital.

Su nieto la ayudó a ponérselo y, siguiendo sus instrucciones, le puso en las manos el rosario de su madre y un manojito de espliego que tuvo que salir a buscar. “Gracias, hijo, por ayudarme a preparar mi último viaje. Me voy en paz”.