El blog de Luisa Tomás

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viernes, 24 de enero de 2014

Una de fútbol

El día que su hermana lo llamó para decir que su padre tenía cáncer, Juan tardó en reaccionar. Llevaba años sin hablarse con él. Pero jamás imaginó a su padre enfermo.

En la cabeza de Juan, la imagen de su padre se dibujaba siempre igual, joven, vital, fuerte y malhumorado. No, el señor Julián no era mejor ni peor que otros. Y Juan tampoco. Pero no se entendían. Nunca lo habían hecho. Siendo Juan un niño confrontaban permanentemente, jamás estaban de acuerdo. Si uno quería comer tortilla, el otro prefería sopa. Si uno quería ver la película, el otro un documental. Si Juan iba con los indios, el señor Julián con los vaqueros. Si uno tenía frío, el otro calor.


Sólo había una cosa en la que Juan y su padre estaban de acuerdo: en el fútbol. A pesar de todo, ambos amaban al mismo equipo. Y ni la rebeldía adolescente de Juan, que le hizo revolverse contra la figura paterna, consiguió acabar con su pasión por los colores que defendía también su progenitor.

Cuando era un niño, y hasta los 18 años que se fue de casa para no volver (salvo en Navidad y fechas señaladas, pero en esas visitas las palabras que cruzaba con su padre eran pocas o ninguna), Juan discutía con su padre seis días a la semana. Es decir, todos menos el día en el que jugaba su equipo. Esos 90 minutos, Juan y el señor Julián eran la misma pasión, el mismo grito, el mismo contento y el mismo enfado.

Ahora, años después, esos recuerdos invadían la mente de Juan. Estaba desolado y, lo que es peor, paralizado. No sabía qué hacer. Ni siquiera tenía claro cómo se sentía. Y lloró desgarrado como aquel día en el que su equipo perdió la final de la Copa de Europa en 1981 y su padre, envuelto en lágrimas, trató de consolarlo sin éxito.

Resuelto, Juan arrancó de su cara el gesto de dolor, se colgó su vieja bufanda futbolera y echó a andar.

El telefonillo del piso de los señores López irrumpió en la plácida tarde de domingo del matrimonio. “¿Quién es?”, preguntó la severa voz de don Julián. “Papá, soy yo, Juan, vengo a ver el partido contigo”.

viernes, 17 de enero de 2014

Una historia con premio

Es la primera vez en mi vida que tengo un 100 % en algo. Y esta vez fue en dos microrrelatos. Los dos escritos a medias con Roberto Martín Arroyo. Y los dos premiados. "Calzo" aquí el segundo, "27 de agosto de 1967". He de reconocer que el relato era larguísimo y que la historia daba para 1.000 páginas, pero las normas del concurso eran severas: 25 líneas. Y así tuvo que ser.

Se basa en un hecho real, el 27 de agosto de 1967, en los encierros de la localidad madrileña de San Sebastián de los Reyes, uno de los toros hiere a un bailarín (murió otro corredor y a uno de los toreros hubo que amputarle una pierna). La historia del bailarín nos pareció "novelable", la decoramos, le pusimos un amor imposible y la lanzamos al espacio. Ayer recibimos el premio que hoy Roberto y yo compartimos con vosotros, escasos pero selectos lectores.





27 de agosto de 1967

Antonio entró al bar ventillero que frecuentaba con altanería y cordialidad. Y mientras su boca se acercaba trémula al primer sorbo, su cuerpo se inundaba del recuerdo de la piel prohibida que había amado horas antes. El locutor de Cadena Azul de Radiofusión interrumpió sus pensamientos. El informativo concluyó anunciando el encierro y la corrida del día siguiente, 27 de agosto de 1967, en San Sebastián de los Reyes, con toros de Filiberto Sánchez.

La noche envolvió con su tibio manto las revoltosas calles de Madrid. Y Antonio, aun sabiendo que las jaranas ahuyentan soledades de madrugada que renacen con el día, se dejó arrullar por el desarraigo. Y, tras el baile y las copas, embravecido y desolado al saberla durmiendo con otro hombre, se sentó al volante de su Seat 850 y emprendió camino a “Sanse”. En su estómago bullía el calor del vino y en su cabeza la ceguera de los celos, que galopaban a la velocidad que se acercaba el amenazante sonido de la manada.

Una pesada confusión atenazó sus pies y, por un momento, le perdió la cara a la vida y sintió su cuerpo caer, como plomo. El limpio cielo que abraza el alba fue lo último que vio antes de rendirse a un reconfortante y frío sueño. La luz cenital de la enfermería violentó su inconsciencia. “Mi cara, doctor, no permita que me deforme. Me han contratado en el Torres Bermejas”. Poco o nada parecía importarle su cornada en el pulmón, sólo quería salvar su rostro, su carta de presentación, su modo de vida, recorrido por la bravura y el desamor.

El Torres Bermejas se vistió de terciopelo para la reaparición de “Antonio, el guapo”, a quien la cicatriz le había hecho crecer en atractivo y leyenda. Las luces se apagaron. Y él renació. Sus tacones marcaron el compás de los primeros rasgueos y, en la primera mesa, con su esposo, enjoyada y rota, una hermosa mujer regalaba sus lágrimas al terrible puñal del amor no satisfecho.