El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

jueves, 18 de diciembre de 2014

Cruela la Vil y Fernando el Católico

Hacía siglos que no me llamaba mi amiga Cruela la Vil, pero anoche le dio el punto y me tuvo dos horas al teléfono, a mayor duelo de mi lastimada oreja y de mi hígado, pues hube de apretarme una botella de rioja para digerir tal chapa. Cruela tiene mi edad y, aunque una dama no habla de esas cosas y los 30 son los nuevos 20, sí diré que hace algunos añitos que nos abandonó la candidez de las adolescencia en aras de una edad adulta no siempre satisfactoria a pesar del buen hacer de la cosmética moderna y de mi inexplicable entrega a la tarifa plana del nuevo gimnasio del barrio.

Cruela venía de someterse a tocamientos impuros, pero muy científicos, por parte de su ginecólogo y estaba que bufaba, ya que el buen hombre había venido a decirle que, por su parte, le quitaría el DIU, pues le encantaría, después de tantos años como paciente, llevarle un embarazo y verla convertida en madre.

"Le he contestado con una sonrisa, mezcla de "tu puta madre qué tal está" y "si tú supieras, capullo". Y al salir de la consulta me he puesto a llorar, mari. Porque no, no voy a usar al gine de psicólogo, nena, y no iba a contarle mis penas. Pero para eso estás tú. Verás, desde que Arturo me dejó, mi vida afectivo-sexual es una mierda. La parte de "afectivo" es inexistente. Y la parte de "sexual" también. En los últimos doce meses sólo he tenido dos amantes. El primero se descubrió como un salido patético. Una especie de sabueso olfateador que se adornaba con cochinadas de terrible gusto. No me costó dejarlo, pero sí librarme de él. El segundo era un peso muerto, como si una merluza enorme y templada te cayera encima. Literal. Nunca había visto un hombre tan terriblemente torpón, tan lento. Cada uno de sus movimientos era una especie de angustia que lo llevaba a otra y, al final, a un sueño pesado sobre mi oreja que impedía descansar a mi insatisfecho cuerpo. Mi buen corazón, pues en el fondo de puro buena soy tonta (abro paréntesis en mitad del monólogo de Cruela para apostillar que me encanta cuando se pone así, victimista, terrible y loando sus propias virtudes, sólo visibles para los muy íntimos), me obligó a darle tres oportunidades. Pero la tercera noche, después de que se quedara sobao en el sofá viendo "Aquí no hay quien viva", decidí sacudirlo hasta despertarlo y echarlo de casa: sabía que alguien así no sería el hombre de mi vida ni el amante del momento. Después de eso –y ya ha llovido, a pesar de esta pertinaz e insana sequía–, amortizo menos el DIU que Ana Botella sus clases de inglés. Hasta el punto de pensar que se me ha fosilizado. No, no te rías, bruja. Que no tiene gracia. Y encima me sale este hombre diciendo que va siendo hora de plantearme la reproducción... Ay, dios, si él supiera que lo más cerca que he estado de quedarme embarazada en los últimos meses fue el día que Rodolfo Sancho salió en pijama en la serie "Isabel"... Sí, llámame enferma, pero ese hombre despierta en mí una bestia indómita (ríete de Smaug, el bicho de "El Hobbit"). Y ahora no puedo parar de llorar, porque me he dado cuenta de que la edad no perdona, avanza y me fagocita, que no hay nadie ahí afuera para mí y si lo hay no lo encuentro, que tengo un cerro de plancha y que el fantasma del arroz que se pasa asoma de nuevo a mis pesadillas".

Después de esta retahíla y otras tantas, con sus correspondientes lágrimas y moqueos, sólo acerté a decir mientras remataba mi última copa de rioja: "Cruela, no te reconozco en esta decrepitud viejuna. La edad no tiene que perdonar nada, perdónate tú por ir siempre buscando y hallando amores fallidos, mariposas apresuradas que se transforman en polillas tempranas. Y si el arroz se pasa, olvídate de la paella; ya hay demasiada gente que come ese plato. Y verás cómo tus pesadillas se convierten otra vez, simple y llanamente, en dulces sueños. Por cierto, la calentura de ver a Rodolfo Sancho en pijama, a modo de catoliquísima, y sin embargo pecadora, majestad, no es asunto ligero, reina. Pues es un hombre divino si ocultara más lo humano".

martes, 2 de diciembre de 2014

Delirio de la última luna del otoño

Nunca he sabido, en esto del amor, cuando las cosas son certezas. Ni qué parte es real y cuál literatura, puro platonismo, cosas que nuestra cabeza construye con un andamiaje figurado y vano que acaba desplomándose y cayendo por su propio peso, dada la gravedad (del asunto).

Nunca lo he sabido. Y tampoco lo sé ahora. Y creo que ya me da igual; no tengo edad para ir averiguando verdades, pero sí para crear imágenes que huyan del día a día. Para eso nunca es uno lo suficientemente viejo.

Nunca lo sabré. No. Quizá nunca lo sepa. Lo que sí he sabido al escuchar acercarse su voz mientras me atrapaba la última luna del otoño, luchando por brillar fría y petulante entre un abrigo de nubes, es que hay imágenes perfectas. Por ellas he de morir, por ellas sueño. Por lo demás, que el mundo siga siendo de los realistas. Así nos va.

Y que cada cual ponga el amor en su sitio. Y que a cada cual lo ponga el amor en su sitio. Real o figurado.

martes, 11 de noviembre de 2014

Hace demasiado tiempo que trajimos una sandía

Hace demasiado tiempo que no escribo en el blog. Tanto, que hasta yo misma creí que lo había abandonado. Pero eso no es lo peor, lo peor es que el abandono había causado la muerte de varios seres que pululaban por aquí y que a mí, al menos, me hacían gracia. Una era la Bruja de las Palabras, esa mujer oscura y triste, voluntariamente presa en su torreón, aquella que arrojó su corazón al foso del olvido. ¿Os acordáis? Ay, no, no fue el corazón, era la llave de la cajita que lo contenía. Ni yo misma me acordaba. Pobre mujer.

Luego estaba Cruela la Vil, ésa me gustaba, me caía bien. Era un poco más zorra y despiadada. Tenía gracia y sabía herir con la palabra, escupía puñales de vez en cuando, aunque se adivina cierto candor detrás de esos dardos que no son más que sobrada prevención por si el día o la vida se presenta hostil.

Ha pasado demasiado tiempo desde entonces, desde las dos. Y ni siquiera sé cuál de las dos voces hablaría en un día tan raro como el de hoy, en una época tan abandonada al abandono como la presente, tan desilusionada y tan fría y tan gris.

Ha pasado demasiado tiempo desde entonces y ha pasado demasiado tiempo desde esta mañana, cuando sonó el despertador. También ha pasado demasiado tiempo desde que lo de ser joven es una convención y no una realidad. No me preocupa. Si me preocupara, acabaría loca u operándome hasta no reconocerme: envejecer es a la vida la vida misma. Sirva la perogrullada.

Ha pasado demasiado tiempo desde que fui adolescente y ha pasado demasiado tiempo desde el primer pudor. Ha pasado demasiado tiempo de una película, no de las mejores, pero sí de las que todo el mundo ha visto que se llama "Dirty Dancing". Ha pasado demasiado tiempo de aquellos bailes, un tanto ridículos, que simulaban una cópula (para qué los eufemismos). Ha pasado tanto tiempo que hasta el protagonista ha muerto. Sí, los macizos también mueren, Patrick Swayze. Y la suya fue una de esas muertes que conmocionan, porque él con "Dirty Dancing" y Josh Brolin con "Los Goonies" y "Los jóvenes jinetes" y Robin Wright con "La princesa prometida" son parte de mi adolescencia con más poder y presencia que mi primer novio; de ellos me acuerdo, de mi primer novio a duras penas y de casualidad (que me perdone quien tenga que hacerlo).

Ha pasado demasiado tiempo desde que una joven payasona se dejara enseñar a copular
–perdón, a bailar– por Johnny Castle (Patrick Swayze), el primo de Zumosol del pringao del complejo turístico donde la payasa veranea con su burguesa familia. Y es allí, cuando lo ve por primera vez, contoneándose, cuando ella suelta la frase. Él llega poderoso, sudado, la plebe lo aclama como si fuera el dictadorcillo follador de una república bananera, baila vestido pero desnudo, ella lo mira avergonzada y febril y para más inri se entera de que la jaca rubia que lo acompaña en tan poco sutil movimiento no es la destinataria de su fulgor sexual y de la potencia de sus riñones. No. Y ahí se dibuja el hombre perfecto: está bueno, sus movimientos son una promesa y además es medio casto. Y un chulo. Muy, muy chulo. Y entonces se te acerca, a ti, sí, a ti, virgencita de barrio bien, hija de médico, doctora de causas perdidas, voluntaria del Domund, falda hasta la rodilla, miembro del coro parroquial. ¿Y tú qué dices, chata? "Traje una sandía". No, no es la frase con la que esperas impresionar a nadie, y menos al tío bueno. Pero es la frase que te perseguirá toda tu vida.

Ha pasado demasiado tiempo de aquella película y de aquella frase. Ha pasado demasiado tiempo desde mi adolescencia, pero siempre, siempre, siempre, que tengo que decir algo para impresionar a alguien o hacerle una gracia o un yo no sé qué... ¿Que qué le digo? Pues eso: "Traje una sandía". O cualquier simpleza similar. Hay que ver, con lo ocurrente que soy otras veces y que tú aún no lo sepas, rey ;)

Ha pasado demasiado tiempo de casi todo y lo único que queda claro es que la edad no nos hace mejores, sobre todo en lo de que a relacionarse se refiere; hacemos las mismas tonterías con 15 que con 40. Y con 50. E incluso 60. Y con 70, con una mano en el bote del Viagra y la otra sujetando el marcapasos. Sí, hacemos las mismas gilipolleces. Porque la edad no nos hace más adultos, sólo nos hace más viejos.

A mi amiga Arancha, y a sus sandías ;)


viernes, 19 de septiembre de 2014

El último sueño

Siempre he tenido miedo de mis propios sueños. Hace años, la noche que murió mi abuela, yo soñé que se moría. Vi su cuerpo rígido y su rostro de cera. La imagen me impactó y desperté asustada. Eran las tres y cuarto de la madrugada. El teléfono de mi casa sonó a las ocho en punto; era mi padre para decirme que la abuela había muerto aquella noche, a las tres y cuarto. Creí que aquello era una casualidad. Y traté de olvidarlo, pero no pude.

Años después, una imagen terrible invadió mi noche y agitó mi cabeza y mi descanso: la tierra del cementerio de mi pueblo se abría como una boca hambrienta y ofrecía una oscuridad amenazante y fagocitadora. Desperté aterrorizada a las cinco y media. Horas después supe que a aquella hora había fallecido mi tío. No, no soy bruja, mi tío era un anciano que llevaba días agonizando –era bastante obvio que su fin estaba cerca–, pero no negaré que aquella nueva “casualidad” me infundió un miedo terrible.

Esta dolencia o dote adivinatoria o lo que sea que me pase se repite desde entonces continuamente. Odio que llegue la noche, soy incapaz de meterme a la cama. Me quedo en el sofá con la tele encendida, acompañando mis ansiolíticos con alcohol. No hay ni una sola muerte de un conocido que yo no sueñe o presienta, así que me he negado a dormir. Pero el cansancio me aplasta y anoche me quedé dormida en el salón, con el ruido de la Teletienda de fondo. Y he soñado que me moría. He visto mi cuerpo sobre mi cama, cubierto con un hermoso camisón blanco que perteneció a mi abuela. Estaba peinada, limpia y arreglada, junto a dos cajas de pastillas de las que el psiquiatra me recetó cuando fui a contarle lo que le ocurría a mi cabeza.

Me he duchado, me he peinado y maquillado. Estoy guapa, muy guapa con este camisón de mi abuela. Acabo de tomarme las dos cajas de pastillas y ya estoy terminando esta nota de despedida. Por fin voy a descansar sin soñar nada a cambio.


Foto: Juan Ignacio de Frutos

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Relato canalla tras mucho tiempo sin pasar por aquí. Ustedes perdonen


Sólo sé que el amor es una cosa que les pasa a otros. Desde que me divorcié de Laura, no puede decirse que lo mío sea el romanticismo. Claro que, durante el tiempo que estuve casado, tampoco despilfarré mucho en rosas. Sí lo hice en disculpas: nunca fui el marido ideal y hube de pedir perdón con frecuencia,  justo hasta el momento en el que supe en el taxi que me llevaba a casa borracho como una cuba, tras cientos de llamadas perdidas de mi mujer, que ése no era el concepto que Laura tenía de matrimonio. Y no, tampoco era el que tenía yo. La diferencia entre ella y yo era que a ella le gustaba su idea, y yo odiaba la mía. Digo más: ella imaginaba que algún día llegaríamos a ese estado ideal en el que ir a hacer la compra al mercado sería lo más parecido a una fiesta, siempre y cuando la hiciéramos juntos comentando, cómplices, calidades y nivel de frescura. Y a mí esa posibilidad remota me hacía vomitar. Que fue exactamente lo que sucedió en el frenazo ante el último semáforo.

La separación tuvo lugar sin más exabruptos que los que se suponen normales,  algún “wasap” ofensivo por su parte, cierta debilidad nocturna por la mía que aliviaba en cualquier bar. Nada nuevo; llevábamos años haciendo lo mismo con distintas excusas. Lo único que me sorprendió de aquel proceso es que no fuera mi mujer la que decidiera poner fin a esa pantomima y que incluso derramara alguna lágrima o fingiera que no lo esperaba.

Sí, el amor es esa cosa que les ocurre a otros y no a mí, que ya he echado en el olvido los 30 y acaricio la temida crisis de los 40. No, no me compraré una moto. Soy un solitario empedernido y algo crápula, pero no un gilipollas. Soy bueno en mi trabajo, muchas mañanas me duele la cabeza, hago un poco de ejercicio sin más finalidad que la de seguir postulándome como amante ocasional de no más de dos noches y, de vez en cuando, sólo de vez en cuando, echo de menos el calor del hogar, pero enseguida se me pasa. Es decir, soy un ser convencional. Tipos como yo los hay a patadas por los bares.

A veces tengo pesadillas con la foto de mi boda, suele ocurrirme las noches que le he dado al escocés, a la irlandesa y al rock and roll en el garito de mi amigo Alberto. Sueño que Laura y yo nos salimos del marco y, en una paranoia onírica, los dos monigotes disfrazados de príncipes Disney persiguen –puñal en mano, cual Chucky, el muñeco diabólico– al hombre que soy ahora, en realidad, el que siempre fui. Y entonces me despierto sudando y, mientras me pongo una copa en el salón, me pregunto cómo pude dormir ocho años bajo aquella amenaza rodeada en dorado. Esa imagen me persigue: yo, vestido de pingüino y con cara de “tontoelhaba” (por cierto, vaya resacón llevaba); y Laura, cual milhoja de Ruiz, dulce y vaporosa.  Pero coronada de un virginal azahar del que prendía un velo casi macabro. Y es que uno hace cosas no porque quiera hacerlas, tampoco es que no quiera; simplemente se hacen porque se cree que en el guión que, al parecer, la mano caprichosa de alguien ha escrito por nosotros, llegamos a ese renglón. Y yo, que siempre fui muy aplicado en la cartilla, no me salté esa línea. Y no, no penséis que soy un cabroncete,  o sí, porque me da igual. Siempre quise a Laura y nunca traté de herirla, pero errarnos al casarnos. Ambos. Yo, por condescender. Ella, por pensar que podría cambiarme.

Ahora mi existencia es más simple y directa. Mis hábitos no merecen una sección  en una revista de vida sana, pero es todo lo que me apetece hacer: cumplo en la obligación y luego me entrego a la devoción. No voy a engañar a nadie ni tengo que hacerlo. Desde que mis padres murieron, me quedan pocas ataduras emocionales. Y, aunque llegue a los 80, cosa que dudo, seguiré pensando que los hijos y las comidas de domingo con los suegros son el verdadero infierno. Por eso nunca quise reproducirme. Eso sí, aunque mi pericia inventando excusas no tiene parangón, en los ocho años de matrimonio, pocas veces pude librarme del marrón de los domingos  de suegros-cuñados, cocido en invierno, paella en verano. Apariencias todo el año.  Pavoroso, vaya.

Pero ya pasó. Y sigo pensando que el amor es una cosa que les sucede a otros, pero no a mí. A mí me suceden otras, algunas verdaderamente extrañas. Tan extrañas que esta noche pegajosa de agosto me han hecho sentarme a escribir.

El año pasado por estas fechas, andaba yo a la mía, como siempre -Madrid es una ciudad que lo da todo en este mes impío, conciertos, calor, polvo y arena. Y esa hostelería carente de todo glamour que tanto nos gusta y que somos incapaces de explicar a los que no la saborean, bares de barra de aluminio y cabezas de gambas sobre un terrazo añejo; cañas de Mahou en vasos de café con leche, croquetas y calamares. No somos ciudad de exquisiteces, pero sí de estómago satisfecho a la vuelta de cualquier esquina, en cualquier barrio, de bravas y boquerones con patatas fritas de bolsa: jodida delicia-, cuando el anuncio de un nuevo grupo de “wasap” reventó mi sueño envuelto en sudor y amanecer tardío. El asunto: “Comida de primos”. El promotor: mi primo Eduardo.

Se me revolvieron las tripas. Eduardo es el típico gilipollas. Un clásico en cualquier reunión. Si hay un seguro de coche barato, es el que él ha contratado. Si alguien necesita acuchillar el parqué, él tiene un primo de su cuñado que lo hace rápido y bien y económico. “Chicos, he pensado que, desde que murió la tía Juana, no hemos vuelto a reunirnos en el pueblo. Y qué mejor que hacerlo este fin de semana, que es la fiesta. Estaría bien comer todos el sábado, ir a la verbena… En fin, yo pongo el vino”.

Sí, era un imbécil. Pero si él llevaba el vino, valía la pena. Aunque tuviera que pedir el dinero, llevaría un vino decentísimo con tal de que nos pasáramos media comida hablando de las virtudes del dichoso caldo. Virtudes que, dicho sea de paso,  se improvisaban sobre la marcha, ya que allí nadie tenía ni puta idea. De hecho, yo dudo mucho de que alguien la tenga: esos comentarios cursis sobre el vino me parecen un esnobismo pretencioso que se hacen con el ánimo de distinguirse. Yo, en mi simpleza innata y práctica, divido el vino en dos grandes secciones: me gusta, no me gusta. Casi todos pertenecen al primer grupo.

Silencié el móvil y traté de seguir durmiendo. Pero un sol indolente penetraba en mi cuarto y avivaba mi jaqueca resacosa sin ningún tipo de miramiento. No negaré que la curiosidad por saber qué harían mis primos ante tan impulsiva propuesta, inquietaba mi reposo e impedía mi descanso, por llamar de alguna manera a mi pegajoso sueño. Cuando desperté, me encontré con la friolera de 78 mensajes sin leer. La conclusión era clara: 


Continuará...
Aún no sé si por aquí o en octubre y en papel;)


martes, 1 de julio de 2014

Cerrado por derribo...

...hasta después del verano. Hasta que tenga tiempo para dedicárselo. Hasta que, por fin, vea en papel un montón de cosas que ya he contado aquí. Es sólo un hasta luego ;)


miércoles, 21 de mayo de 2014

Por mantener la ilusión: Decálogo del buen morantista

Es la falta de tiempo, y de ánimo. Y que ando a otras cosas; de ahí el semiabandono del blog. Es una pátina de octubre que está cubriendo mayo.

Pero la vida siempre gana, y tiene que ser el mismísimo Javier Salamanca el que me dé un toque en Twitter diciendo que dónde anda mi morantismo. Pues dónde va a andar, en el corazón. Y si mañana nada lo impide –ojalá sea así–, estaré con el morantismo en to lo alto, porque el morantismo mantiene la ilusión, y no debemos perderla.

Y, como no tengo tiempo de na, recupero la entrada que escribí a estas alturas del año pasado.





Decálogo del buen morantista

Hoy, a pulso, sin pensarlo mucho, voy a desbocar mi ego para que se regodee, goce y hocique en el morantismo. Nada de lo que aquí quede plasmado será fruto de las cábalas ni el raciocinio, sino todo lo contrario. Está escrito a sangre y corazón. Porque los morantistas no somos de Ponce, somos de Morante.


1. El morantista nunca sale triste después de ver a Morante, aunque la tarde haya sido un escándalo. Un morantista sabe que cada tarde que pasa es una menos que queda para llegar al momento extático, a la cima, al colmo, a la exageración, al delirio, a la locura. A la belleza.

2. Si torea Morante, el morantista no camina: levita. En el trabajo, piensa en Morante, en el coche, piensa en Morante. Y, por supuesto, no va a la plaza vestido como el que va a comprar el pan. No. Un morantista se viste de domingo para ver a Morante. Porque es Morante.

3. Dos o tres días antes de que venga Morante, uno escucha sólo canciones grandilocuentes. Nada de drogas, ni de sexo ni de r'n'r. Nada de grunges decadentes. Nada de cantautores moñas. No, si viene Morante uno pone a toda hostia en el coche la USB de copla que anda por ahí escondida de esos viajes en los que llevas a tu tía al pueblo (literal). Y cuando la pone, se da cuenta de que la copla, si viene Morante, suena épica. Y los arreglos se le antojan una banda sonora mala de película de romanos de los años sesenta. Pero se deja la puta vida cantando por la Piquer... "amante de abril y mayo, moreno de mi pasión"... Y en los semáforos la gente te mira como si estuvieras como una cabra. ¿Y qué más da? Mañana viene Morante.

4. A un buen morantista le pasan cosas importantes cuando torea Morante: o lo besan o lo buscan o lo llaman o lo dejan. O lo seducen o se rinde o se entrega o enloquece o aplaude. O todo a la vez. Y lo riega con vino. Porque torea Morante. Es decir, que tal día como hoy hace un año. Y toreaba Morante.

5. El morantista siempre tiene excusas y argumentos. Si Morante no tiene el día o no la hace o no está o no quiere verlo, seguros estamos de que sus razones tendrá. Y si no las tiene, nos las inventamos. Que para eso somos morantistas y dejamos volar la mente y los sueños.

6. Un morantista es de natural alegre. Y si alguien le nombra a su torero, esboza una sonrisa que a algunos se les antoja tierna y a otros engreída, pero que vale más que mil palabras porque se la provoca Morante.

7. Los fieles al morantismo contamos con detractores, algunos, quizá, por exceso de sesera y otros por defecto. Gente, la mayoría, con tendencia al gris y al enfurruñamiento. Un morantista sabe que será motivo de sornas, que oirá insultos hacia su persona y hacia la de su torero, pero lejos de dejarse arrastrar por esa abulia y ese dolor y ese espanto, se entrega terrible al orgullo morantista, fingiendo sordera o desinterés. O ambas cosas, como hace Morante.

8. A un morantista se le clava un puñal en el pecho cuando lee o escucha "El gordete de La Puebla", "Engordante de La Puebla", "Mangante de La Puebla" y otras palabras de pésimo gusto y nula inspiración. Insultos baratos. Bazofia de mercadillo. Y aunque el morantista tiende a la calma, su espíritu se revuelve virulento contra tales insidias. Vamos, que un Ultrasur mosqueado el día del Alcorconazo no tiene tan mala hostia. Pero el morantista se contiene, da una calada a su puro imaginario y dice para sí "qué más da, si yo soy de Morante".

9. A Morante, cuando no está, se le espera. Y el morantismo no es impedimento para disfrutar de otros goces, otros pases, otras gracias. Que somos también del que la hace, sí, pero cuando la hace Morante, la alegría nos lleva al infarto. Y si uno se tiene que morir, se muere. Qué mejor forma que viendo a Morante.

10. Uno cree en Morante como cuando de niño creía en Melchor y en Gaspar y en Baltasar, como un portador de sueños, como el dueño de la magia, el que se guía por las estrellas, el que busca la luz, el que camina hacia el día. Y ese día llegará. Prometo estar para verlo.


P.D.: Por cierto, Morante, después de las tardecitas que nos das, el próximo día, es decir, mañana, va a ir a verte tu madre. Y Yo.

P. D.(2): La foto es del siempre extraordinario Juan Pelegrín.

domingo, 4 de mayo de 2014

Un post y un temazo por un abril perdido*

Ahora que ya ha muerto, voy a componerle un réquiem. Discreto, nada grandilocuente. Porque soy más feliz desde que no te espero y dejé de esperarte en mayo. Abril es ya sólo un mal recuerdo donde no pude gritar al tener la garganta herida. Literal.

No, no hay metáfora ni ruido de sables poéticos. Tenía la garganta herida porque antes la tuve rota y quedó reparada bajo la luz cenital del quirófano, asepsia mediante. Viva la profilaxis y el antibiótico. Y la analgesia para el alma.

A los duelos de abril se les sumó el quebranto del corazón que espera. Pero no hay más, todo lo que viene se va y no hay más caricia que la del viento del presente.

Abril me robó palabras, me regaló mil horas perdidas y el borrón de no haber escrito ni una línea. Y ahora que por fin vuelvo a mi planeta, colgada de la luna en soledad, añoro de las monedas y joyas que me robó esta oscura urraca emocional y física abrileña una que reluce sobre las demás (que a su lado parecen chatarra): una canción brillante.

Un temazo que bien vale un disco entero -llamado Pólvora-, y un concierto al que no pude ir por tener la voz en carne viva, el corazón en un puño y el estómago invadido de Amoxicilina y Paracetamol. Y ahora que llevo su Pólvora en mi mano -gracias, Rebeca- y he dejado de esperar, me he tatuado a fuego en el pecho la firme promesa de ver a Leiva en este gira y de no volver a esperar jamás nada de los cuerpos que se niegan a amar cuando el miedo los descubre.

Es verdad, todo lo malo que viene se va. Y también lo bueno; de ahí la obligación moral de gozarlo.

*Todas las negritas son "frasecicas" de este temazo.



miércoles, 26 de marzo de 2014

Raimundo


Raimundo no había viajado nunca en avión, pero tenía un huerto que daba tomates en septiembre y fresas en primavera. También tenía un nogal en la puerta de casa y una tumbona. Allí pasaba las tardes de verano con Cirilo y Darío, sus amigos de siempre. Sus compinches de cartas. Raimundo no conocía el mar, pero paseaba a diario por el monte y tenía lumbre en enero y sombra en agosto, y un retrato de él y su mujer, Leonor, que llevaba siempre consigo, en su cartera. Una de esas carteras que amenazan con desbordarse, repletas de papeles y resguardos, sujetas con una goma.

Raimundo echaba de menos a Leonor cada día, cada hora, cada minuto, pero sabía vivir solo y tenía la esperanza tranquila de que algún día se reuniría con ella en ese cielo que miraba a diario al amanecer y que le decía si llovería o nevaría, si era tiempo de sembrar habas o de recoger patatas.

Raimundo iba a misa los domingos, a jugar la partida los sábados y a cenar con Cirilo, también viudo, a casa de Darío y Sofía los viernes por la noche. El resto de la semana la dedicaba a sus cosas. No se aburría jamás.

Hablaba con sus hijos una vez de cuando en cuando. Los chicos iban muy poco al pueblo y él lo comprendía, como ellos comprendían que para él la ciudad fuera una cárcel. Además, desde que faltaba Leonor, la familia no era lo que fue, “cada uno con su vida”, solía decir él con una sonrisa amable cuando alguien del pueblo, no sin cierta picardía, le preguntaba por Tomás o Raimundito.

El 20 de febrero, Raimundo se levantó a las siete, como todas las mañanas, abrió la ventana y miró al cielo. El día se desperezaba tímido. Tras los montes, asomaba el primer rayo de sol, que invadía un cielo limpio y frío. Raimundo contemplaba cada amanecer como si fuera el primero, o quizá el último, pero algo raro sucedía esa mañana. Sentía un dolor punzante en el pecho que le impedía respirar con normalidad. Ya había sentido ese dolor más veces, pero nunca con tanta intensidad. Meses atrás, don Desiderio, el médico del pueblo, le había puesto nombre a su dolencia y le había dicho que debía ingresar en el hospital. “Antes la muerte, don Desiderio”, dijo orgulloso Raimundo mientras apretaba entre sus manos su boina.

Raimundo sabía que el final estaba cerca, pero no tenía miedo. Repasando sus días, apoyado en su vieja ventana de madera, se sintió satisfecho y feliz. No sentía que la suya hubiera sido una existencia de privaciones y no lamentaba nada de lo que había hecho o había dejado de hacer. Salvo una cosa: ver el mar.

Y no iba a resignarse.

A duras penas se vistió y, a las ocho, estaba en la plaza del pueblo esperando el autobús de línea que lo llevaría a la capital de provincia. Allí, con un dolor que parecía querer abrirle en dos, pero con una inmensa sonrisa y su gorra entre sus nervudos dedos, preguntó hasta dar con la ventanilla donde sacaría el billete para viajar a Valencia en autobús.

Raimundo pasó todo el viaje sujetando su corazón, que parecía querer escaparse, con su mano derecha bajo la chaqueta de pana.

Y llegó a Valencia. Y vio el mar. Y se sentó a dejarse acunar por su incansable vaivén mientras frotaba su agotado pecho con la ajada foto de Leonor.
Así lo encontraron la mañana siguiente los servicios de limpieza: con la foto entre su mano y su corazón, ya detenido, y una generosa sonrisa en su cara de cera.

viernes, 14 de marzo de 2014

Flores amarillas


8 de febrero de 1955. Diario de Mariano Barral, maestro de escuela.
“En las frías noches de invierno como ésta, cuando el sueño y el desvelo se abrazan, y el viento baja furioso de los montes, me pregunto qué será de Juan cuando Benita y yo faltemos. Quién mirará por él cuando las tormentas de verano golpeen los terrones de nuestras pobres tumbas y arrastren la arena lavada hacia la vereda.
Sólo Dios y yo sabemos del nudo que aprieta mi garganta cuando la chiquillería invade las calles del pueblo con sus gritos y sus juegos, al salir de la escuela, y mi Juan se queda sentado en la ventana, abrazado a su chaqueta, esperando que yo cierre la puerta del colegio para regresar a casa prendido de mi mano. Son esos atardeceres rojizos, con el cielo acariciando las montañas con delicadas nubes de fuego, y el alegre eco de los demás niños, los que más congoja y pesar me producen.
En primavera, a Juan le gusta que nos paremos por el camino a coger flores. Le encantan las amarillas. Despreocupado y feliz, tira su cartera al suelo y las busca con empeño. Corta sus tallos con cariño y las va abrazando con su mano, regordeta, hasta formar un ramillete que arroja sobre el regazo de su madre cuando llegamos y ella está esperando sentada en los escalones de nuestra puerta. Ése es mi momento favorito del día. Y de la vida: sus dos risas confundidas salpicadas de flores amarillas, como gotas de sol.
Ni me quejo ni le reprocho al destino que nuestro hijo sea distinto. Y mi Benita y yo lo amamos como sólo los padres saben amar. Tampoco me enfado cuando de la desatada boca de los muchachos del pueblo nace alguna sorna porque mi Juan no corre como ellos, no habla como ellos, no crece como ellos, no mira como ellos; la pubertad tiene esa insolencia que hay que saber perdonar.
Lo que de verdad inquieta mi agotado corazón es pensar en el mañana, en cómo va a tratar a mi hijo este mundo incierto, tan gris, tan desolado. Quién le ayudará a comer, quién despertará su inocente sonrisa. Quién aliviará sus pesadillas, ahuyentará sus miedos. Quién lo cogerá de la mano cuando el ocaso asesine inclemente al día”.

4 de abril de 1995

Ese día, después del desayuno, tocaba excursión por la sierra. Todo el grupo de internos de la residencia que tiene la fundación en la capital de provincia estaba entusiasmado. El autobús era una algarabía de cantos y bromas a las que el conductor y los monitores, Jesús y Ana, respondían con desenfado. Pero algo los preocupaba: el silencio de Juan Barral, quien, al llegar al pueblo, echó a andar sin más.
A una distancia prudencial, Ana seguía el paso decidido de Juan, que, despreocupado y feliz, como un muchacho, empezó a arrancar flores amarillas hasta formar dos ramilletes.
El hombre caminó hasta llegar al cerro que vigila al pueblo en el lado oeste y cuya cumbre corona el cementerio. Juan abrió las puertas, herrumbrosas y solas, y caminó hacia dos montoncitos de tierra que se elevaban al fondo sin más adorno que dos cruces con los nombres de Benita Moratín y Mariano Barral.
La tierra que cubría el cuerpo inerte de sus padres, la misma que lo vio nacer, recogió agradecida las flores amarillas de Juan y sus lágrimas, acompañadas por las de una desconsolada y emocionada Ana.







Dedicado a todos los que hacen del mundo un lugar mejor, a las flores amarillas.






domingo, 16 de febrero de 2014

Por dejarlo latir

Dice la canción, ésta, que "peor que el olvido fue frenar las ganas de verte otra vez", entre otras lindezas, y añade ella que "me sobran motivos, pero me faltas tú sobre la cama,y ahora las calles están llenas de bandidos cuando necesito de tu madrugada". Y a este corazón, encogido por el frío del invierno y la suma del recibo de la calefacción, le entran unas incontenibles ganas de romperse llorando por no se sabe bien qué.

Seguro que por nada. O por todo, por esta canción y por otras. Por Ilsa Laszlo y Rick Blane, porque siempre les quedará París. Por los amantes condenados a no encontrarse. Por la lluvia cansada de Praga y su grisura. Por cien noches de soledad.

Y no es hormonal, sino sensible. Y es esa cualidad de sensible la que hizo que un novio que tuve, no hace tanto, viniera a decirme que prefería follar con la cabra de la Legión antes que volver a ver el más mínimo asomo de brillo húmedo en mis ojos por leer a Garcilaso, escuchar a Quique González o ver "Casablanca" (sí, exagero, pero ésa es la gracia). Y yo no entendía nada, o entendía poco, porque, cegada por la pátina engañosa que cubre los encuentros del amor, pensaba que era esa sensibilidad que me define lo que le había hecho venir a mí. Y no. No fue tal. Quizá fingió que le interesaban mis cosas atraído por algo menos íntimo, más a flor de piel, que fue muriendo al mismo ritmo que muere ya este despiadado invierno, espíritu de los impíos.

Y he pensado, o pienso ahora que escribo -porque jamás pienso lo que voy a escribir hasta que lo escribo y nunca lo corrijo y jamás lo leo-, que yo misma me gané la herida por empeñarme en que anduviera hacia adelante una unión que no daba ni un solo paso a compás. Y que no hay herida que no cierre ni vida ni beso que no salpique dolor.

Y como este zarpazo, hay cientos, que cruzan furiosos por delante de nuestras narices silbando al aire. Y que a veces alcanzan la piel: horas de luz pálida de enfermería después de haberle regalado la femoral al destino a cara o cruz, a gloria o abismo.

No hay caricia que no esconda puntos de sutura y el escozor del alcohol (mejor si es de reserva).

No hay llaga que no cauterice a fuego y sal. Porque peor que tener un corazón hecho de cicatrices es no dejarlo latir.

domingo, 2 de febrero de 2014

Tal día hace un año

Si le preguntaran a mi exnovio por mí, seguramente diría que me gusta el vino y no sé cocinar. Y, aunque ambas son tan ciertas como el verde de mis ojos, jamás mencionaría en mi descripción el brillo y la hondura de tan esperanzador color. Porque no llegó a conocerme. Quizá tampoco yo a él. Qué más da. Si tal día hace un año y seguimos vivos, porque para vivir, además de respirar, dormir y beber agua, sólo se necesita querer vivir. Que no es poco.

Si me preguntaran a mí por él, como me estoy preguntando ahora, diría que es buen tío. Y que no me costó quererlo. Y quizá poco más. Porque no llegué a conocerlo. Pero no diría que tiene una nariz preciosa o unos perfectos incisivos. No. ¿Para qué? Si ya sabemos que la realidad no lo es en sí misma y que en aquellas distraídas perfecciones me entretenía gustosa por los caprichos y los juegos que sólo concede la ceguera del amor (lo dijo mejor Shakeaspeare: "El amor no ve con los ojos, sino con el alma, y por eso pintan ciego al alado Cupido").

La última huella del amor, cuando se acaba, es dejarle al otro que se vaya y no enredarse en marañas vacuas que sólo causan dolor, abatimiento, hartazgo y asco.

El amor, para que se dé, tiene que ser recíproco. Si no, es otra cosa, no muy sana, que acaba tarando las mentes, dañando los corazones y aliviándose con Prozac y bourbon mientras la luz que somos va muriendo lentamente. Y acabamos siendo dos piernas y un corazón destrozado con un cadáver a cuestas.

Y no sé por qué me despierto y escribo esto hoy. Ah, sí, porque tal día hará un año. Y no voy a poder escribir porque juegan el Atleti y mi Madrid y estaré en otros amores, más blancos. Y espero que gratificantes.

Que al final, la soledad no es tal si al mirarse una al espejo éste le devuelve la sonrisa que sólo produce una pasión inconmensurable e infinita por la vida. Es el caso. Y brilla un sol espectacular de febrero que alimenta nuestra llama y que recuerda que somos eso, luz. Que nada os la robe, amigos. La luz es conocimiento, la luz es vida. La luz es luz.

viernes, 24 de enero de 2014

Una de fútbol

El día que su hermana lo llamó para decir que su padre tenía cáncer, Juan tardó en reaccionar. Llevaba años sin hablarse con él. Pero jamás imaginó a su padre enfermo.

En la cabeza de Juan, la imagen de su padre se dibujaba siempre igual, joven, vital, fuerte y malhumorado. No, el señor Julián no era mejor ni peor que otros. Y Juan tampoco. Pero no se entendían. Nunca lo habían hecho. Siendo Juan un niño confrontaban permanentemente, jamás estaban de acuerdo. Si uno quería comer tortilla, el otro prefería sopa. Si uno quería ver la película, el otro un documental. Si Juan iba con los indios, el señor Julián con los vaqueros. Si uno tenía frío, el otro calor.


Sólo había una cosa en la que Juan y su padre estaban de acuerdo: en el fútbol. A pesar de todo, ambos amaban al mismo equipo. Y ni la rebeldía adolescente de Juan, que le hizo revolverse contra la figura paterna, consiguió acabar con su pasión por los colores que defendía también su progenitor.

Cuando era un niño, y hasta los 18 años que se fue de casa para no volver (salvo en Navidad y fechas señaladas, pero en esas visitas las palabras que cruzaba con su padre eran pocas o ninguna), Juan discutía con su padre seis días a la semana. Es decir, todos menos el día en el que jugaba su equipo. Esos 90 minutos, Juan y el señor Julián eran la misma pasión, el mismo grito, el mismo contento y el mismo enfado.

Ahora, años después, esos recuerdos invadían la mente de Juan. Estaba desolado y, lo que es peor, paralizado. No sabía qué hacer. Ni siquiera tenía claro cómo se sentía. Y lloró desgarrado como aquel día en el que su equipo perdió la final de la Copa de Europa en 1981 y su padre, envuelto en lágrimas, trató de consolarlo sin éxito.

Resuelto, Juan arrancó de su cara el gesto de dolor, se colgó su vieja bufanda futbolera y echó a andar.

El telefonillo del piso de los señores López irrumpió en la plácida tarde de domingo del matrimonio. “¿Quién es?”, preguntó la severa voz de don Julián. “Papá, soy yo, Juan, vengo a ver el partido contigo”.

viernes, 17 de enero de 2014

Una historia con premio

Es la primera vez en mi vida que tengo un 100 % en algo. Y esta vez fue en dos microrrelatos. Los dos escritos a medias con Roberto Martín Arroyo. Y los dos premiados. "Calzo" aquí el segundo, "27 de agosto de 1967". He de reconocer que el relato era larguísimo y que la historia daba para 1.000 páginas, pero las normas del concurso eran severas: 25 líneas. Y así tuvo que ser.

Se basa en un hecho real, el 27 de agosto de 1967, en los encierros de la localidad madrileña de San Sebastián de los Reyes, uno de los toros hiere a un bailarín (murió otro corredor y a uno de los toreros hubo que amputarle una pierna). La historia del bailarín nos pareció "novelable", la decoramos, le pusimos un amor imposible y la lanzamos al espacio. Ayer recibimos el premio que hoy Roberto y yo compartimos con vosotros, escasos pero selectos lectores.





27 de agosto de 1967

Antonio entró al bar ventillero que frecuentaba con altanería y cordialidad. Y mientras su boca se acercaba trémula al primer sorbo, su cuerpo se inundaba del recuerdo de la piel prohibida que había amado horas antes. El locutor de Cadena Azul de Radiofusión interrumpió sus pensamientos. El informativo concluyó anunciando el encierro y la corrida del día siguiente, 27 de agosto de 1967, en San Sebastián de los Reyes, con toros de Filiberto Sánchez.

La noche envolvió con su tibio manto las revoltosas calles de Madrid. Y Antonio, aun sabiendo que las jaranas ahuyentan soledades de madrugada que renacen con el día, se dejó arrullar por el desarraigo. Y, tras el baile y las copas, embravecido y desolado al saberla durmiendo con otro hombre, se sentó al volante de su Seat 850 y emprendió camino a “Sanse”. En su estómago bullía el calor del vino y en su cabeza la ceguera de los celos, que galopaban a la velocidad que se acercaba el amenazante sonido de la manada.

Una pesada confusión atenazó sus pies y, por un momento, le perdió la cara a la vida y sintió su cuerpo caer, como plomo. El limpio cielo que abraza el alba fue lo último que vio antes de rendirse a un reconfortante y frío sueño. La luz cenital de la enfermería violentó su inconsciencia. “Mi cara, doctor, no permita que me deforme. Me han contratado en el Torres Bermejas”. Poco o nada parecía importarle su cornada en el pulmón, sólo quería salvar su rostro, su carta de presentación, su modo de vida, recorrido por la bravura y el desamor.

El Torres Bermejas se vistió de terciopelo para la reaparición de “Antonio, el guapo”, a quien la cicatriz le había hecho crecer en atractivo y leyenda. Las luces se apagaron. Y él renació. Sus tacones marcaron el compás de los primeros rasgueos y, en la primera mesa, con su esposo, enjoyada y rota, una hermosa mujer regalaba sus lágrimas al terrible puñal del amor no satisfecho.