El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

miércoles, 29 de febrero de 2012

Cantos de vida y esperanza


Y le robo el título a Rubén Darío. Y espero que no le importe, porque lo necesitamos.

Lo necesitamos porque hemos olvidado el sabor del pan y de las fresas, el brillo del sol y el olor a lluvia. Y los amaneceres y la risa. Se lo robo, y que don Rubén me perdone, pues de buen grado Darío daría sus versos si de mejorar este mapa colectivo emocional se tratara. Sugiero, por un momento, desactivar las alarmas, apagar los miedos y agarrarnos a la vida. Despertarnos con Tchaikovsky y no con Francino o con Herrera o con Jiménez Losantos.

Y no, no abogo por la ignorancia ni el desconocimiento. Tampoco se trata de "hacerse el loco", se trata de no atraer más nubes que las necesarias para refrescar los campos y que crezcan las flores en la terraza. Alguien dijo que "no podemos controlar las circunstancias, sólo nuestras reacciones", y reivindico la vía del individualismo para mejorar lo colectivo. Ir de lo concreto a la abstracto. De lo particular a lo general. Yo no voy a acabar con la crisis, ni tú, desocupado lector, ni me jefe, ni Rajoy, ni Merkel. Y yo qué sé en manos de quién está. Digo más: ¿y a mí qué coño me importa? Es algo que no está a mi alcance, mis dedos ni siquiera acarician en sueños la posibilidad de mejorar, no digo ya cambiar, el mundo.

Tú y yo sólo podemos medir nuestros miedos y controlarlos y vivir con ellos sabiendo que, si mañana nos despiden, pasado, quizá, estemos en otro sitio, con otra gente, haciendo otra cosa. Y así será. Pues al nacer nos es encomendada la más difícil, y a la par elemental, de las tareas: vivir. Vivir o sobrevivir, con todo lo que tenemos, es decir, nosotros mismos, que es lo único de lo que no podemos ser desposeídos. Todo lo demás es accesorio. ¡Ábrete el pecho y registra! Lo mejor está por llegar y es todo tuyo.

Guardemos la poca fe que nos queda en creer en nosotros mismos. Principios del XVII. El imperio más grande jamás conocido empezaba a resquebrajarse, desangrado y empobrecido. Un viejo soldado manco cumplía pena en una fría prisión castellana acusado de quedarse con los impuestos que había recaudado –por compasión, al haber servido a mayor gloria de su majestad luchando contra el turco infiel, le dieron a don Miguel el puesto de funcionario-recaudador. Bondadoso como dicen que era, se ha escrito que era incapaz de coger el dinero de los campesinos empobrecidos por los excesivos impuestos que se necesitaban para costear los gastos imperiales–. ¿Acaso se pasó Cervantes su cautiverio quejándose amargamente de los hados, el destino, la justicia y el rey? No, no dice eso la historia, ni la literatura, que se postran ante él por haber creado la más rica historia jamás contada, la más rica y compleja novela. La que recoge en sus páginas todas las tradiciones literarias conocidas hasta la fecha y adelanta otras. Una historia capaz de desnudar al hombre de sus miedos y complejos y ponerlo a desfacer entuertos por las desoladas llanuras manchegas. Y con el viento en contra.

No esperemos que venga nadie, ni el padre-Estado, ni el cambio de Gobierno, ni los mismísimos hijos de San Luis a sacarnos de ésta ni de otras. Y sin recurrir a Cervantes, esta vez me quedo en mi barrio y cito a otro sabio, no de la literatura, pero sí de la vida, Rosendo Mercado: "No hay sitio que controles mejor que lo que abarcan tus brazos". Hasta ahí llegamos. Y no es poco.

Es más fácil rendirse que seguir en la batalla, entregarse al desaliento, dejarse llevar por las inercias de un mundo desolado y sin perspectivas de futuro. No hay nada más sencillo que dejarse arrastrar por la masa. Pero quién coño quiere ser masa. ¿Acaso lo fue don Quijote?

Os sugiero reiniciar el sistema, el nuestro. Que al otro no alcanzamos. Levantarnos cada día pensando que éste será mejor. Echar a patadas de nuestra vida a los gafes y cenizos, taciturnos, victimistas y mártires.

Hecho esto, lo que tenga que ser será. Pero podremos por ello. Nuestra meta: vivir sin miedo, que es el mayor enemigo de la libertad. Y ésta, nuestro don más preciado. Y si no, recordad a don Quijote: "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres". Parte 2. Capítulo 58.

P.D.: Nuestro cautiverio ahora se llama crisis, ¿lo aprovecharemos, como don Miguel, para crear Quijotes?
Y vuelvo a citar al hidalgo: "El que hoy cae, puede levantarse mañana". Parte 2. Capítulo 65.
No lo olvidéis.

miércoles, 22 de febrero de 2012

La canción de Robert y Francesca


Cada amanecer era una puerta abierta al recuerdo del que sólo se alejaba a través del trabajo. Desde que él se marchó, los besos sabían a rutina. Y la comida, al pan nuestro de cada día. La vida en aquella alejada y, en otros días, soñada granja de Iowa se convirtió en un suceder de pasos cansados, de soleados atardeceres, de sonidos, zumbidos, silencios y música. Noches y mañanas. Inspirar y expirar. Sístole y diástole. Sin más emoción ni trémula caricia. Primavera, verano, otoño, invierno. Un año, y otro, y un lustro y una década. Y la vejez y la muerte. Y en la mirada, el único brillo de los días que tuvieron juntos. Sus palabras como dagas: "No quiero necesitarte porque no puedo tenerte".

¿Por qué extraño capricho del destino aquel fotógrafo había ido a parar a su remota cotidianidad de madre entregada y esposa fiel? ¿Por qué las flores, y el té y las cervezas y los puentes y un vestido nuevo? ¿Por qué la vida, una vez que parece encauzada y concluida –aunque le queden mil años– se empeña en desviarse hacia caminos imposibles? Francesca no tenía respuesta, sólo una pregunta: ¿Y por qué no? Y una pena: si aquel día volviera a suceder, con la tormenta y el semáforo, y la camioneta y la duda... se habría bajado del coche y habría corrido hacia él.

A Robert se le fue apagando la vida cada vez que soñaba su nombre, con la cruz que ella le regaló abrazada a su pecho. A ella, le fue consumiendo la muerte en cada pequeña cosa, en cada sonrisa, en cada palabra, en cada tristeza. Se desvaneció en su dolor, pesado y gris, como una lágrima, como la lluvia, como aquel día. El último.

En las cálidas noches de verano, cuando las luciérnagas sobrevuelan los puentes que un día se tendieron a sus pies y ella temió cruzar, el eco de su amor resuena emocionado en un susurro que arrastra el aire. Una radio suspira un jazz, tristón, sensual y emocionado. Y en la barra de madera de un bar lejano, en cualquier rincón del mundo, alguien que conoce su historia, alza su vaso y brinda por ellos, por Robert y Francesca, por "las noches antiguas y la música lejana".



P.D.: Película mental que acabo de montarme partiendo de la extraordinaria película real de Clint Eastwood "Los puentes de Madison", que él protagoniza junto a Meryl Streep. Uno de mis grandes títulos, de mis pilares y mis referentes. No puedo evitar pensar qué se le pasaría a la pobre Francesca por la cabeza cuando decidió no irse con Robert. Cosas que pasan. Grandes amores que, aunque no concluyen, hacen del mundo algo mejor, puesto que en el éter palpitan. Estoy convencida.

miércoles, 8 de febrero de 2012

La triste mano del adiós

"Sólo las palabras me ayudan, me guían y consuelan. Éstas, tan sencillas, tan sinceras, ocupan a veces el espacio en el que no estás, el hueco que dejas. El vacío que no pueblas. Otras, más vanas, matan el rato y se dispersan, solitarias. Son éstas, las palabras vanas, las que mueren en el mismo instante de nacer, pues carecen de sentido y de hondura. Están un instante, y se van y no perduran, como las personas cuyo rostro y nombre olvidamos y que ahora, desde que tú te has ido, de vez en cuando pueblan mis noches. Esas palabras salen de mí, a veces, como dagas envenenadas, pero no son sino disparos frustrados, fruto de la presión y la incertidumbre, de la rabia que me produjo tu adiós y el dolor que me causa tu olvido. Nunca he deseado que lleguen a alcanzarte, pero me cuesta medirlas como me costaba no mirarte cada amanecer. Hay otras palabras que asesinan soledades, alimentan compañías. Palabras que desean consumir relojes"...

Juan dio una calada a su cigarrillo y apuró su copa mientras releía lo que acababa de escribir. Lo odiaba. Se odiaba. Arrugó el folio con rabia y lo dejó caer al suelo. Desde que ella se fue no había sido capaz de redactar una línea en condiciones, y el director del periódico le había dado un ultimátum: o enviaba su colaboración o prescindirían de su columna de los domingos.

El frustrado escritor, abandonado por el amor y las musas, se sirvió otra copa y se sentó frente a la ventana desde donde la vio marchar aquella fría madrugada para no volver jamás. Triste, recordó aquella imagen con precisión: el insolente reloj del vecino acababa de anunciar las tres. Ella se despidió con un beso mientras abotonaba su abrigo. Escuchó el ruido de sus tacones bajando los dos pisos, un portazo. Y corrió a la ventana para verla marchar. Bajo la farola, y protegida por el cuello de su abrigo, encendió un pitillo y anduvo por la solitaria calle firme y acompasada, con una sensualidad que hería. Al humo de su cigarrillo se unió una lluvia ligera. Como siempre, al girar la esquina, ella volvía la cabeza y le decía adiós. Él le correspondía tras el cristal. Su delicada mano, con el cigarro entre los dedos, fue lo último que vio de ella. Entonces no sabía que ya no habría más noches. Que Ana lo estaba abandonando para no volver jamás, clavando en su retina un blanco puñal con forma de caricia, de forzada sonrisa, de acostumbrada y huidiza despedida.

Él nunca la perdonó. Enjugó sus lágrimas y bebió un último trago. Bajó la persiana con la intención de olvidar aquella imagen y se sentó a escribir. Abandonado, tecleó con rabia y dolor. El título de su columna aquel domingo fue "La triste mano del adiós". Jamás había recibido tantas felicitaciones, jamás los lectores le habían mandado tantos mails celebrando su columna. Nunca había recibido tantas flores, tantos bombones, tantas palabras regaladas, tantas palmadas en la espalda.

Aquel triste domingo por la mañana, mientras tomaba su taza de café, Ana leyó aquellas desgarradoras palabras y rompió a llorar. Su marido pensó que sus injustificadas lágrimas se debían a algún trastorno hormonal, la besó con ternura y se metió a la cama: la guardia en el hospital lo había dejado agotado.

martes, 7 de febrero de 2012

Infinito y servidor de nadie




La última vez que se me rompió el corazón (y si digo la última es porque no habrá más veces), cogí sus trozos, les eché sal y limón y me los bebí en un tequila. Después, me puse un disco de Bunbury y entendí que sólo las grandes historias llenan los pentagramas y las novelas, las películas y las poesías.

Me importa poco –digo más, me hace venirme arriba– que se diga que Bunbury sobreactúa, se adorna, se gusta, se excede, se entrega a la extravagancia. Me da igual (y a él, ni te cuento: "servidor de nadie"). Me dan igual las críticas, que serán buenas o malas dependiendo de las filias y las fobias de cada cual. No me importa que digan que está "aRaphaelado" unos; que desfina otros. Lo que realmente me importa de Bunbury –más allá de las canciones cantineras, de sus horribles trajes, de sus poses– es aquello de lo que los críticos no hablan: mi Enrique hace música para el dolor del alma.

Desamor, venganza, olvido y muerte. Éstos son algunos de los lugares comunes que vertebran su obra. Todo ello macerado con tequila y rabia: "Soportarte es mi lema para ver tu final". Canciones para derramar las lágrimas más amargas en un último trago y seguir el camino: "Nómada del corazón, vendí flores sin aroma". Letras a corazón abierto, sin medias tintas: "En mundos venideros, nos echaremos de menos o envejeceremos a la vez". Palabras que envenenan el recuerdo: "Me calaste hondo, y ahora me dueles. Si todo lo que nace perece del mismo modo"... Y la muerte. La muerte en el sentido más medieval. La muerte como aquello que todo lo puede, que todo lo iguala. "Piensa que en el fondo de la fosa llevaremos la misma vestidura". La desesperación, recurrir a Dios: "El porqué de tus silencios, qué quieres ocultar. El porqué de tanto tiempo sin hablar. Dios te libre de inventar, de mentir o de callar"...

Y un deseo último, tan humano, tan cruel: "Y engáñame un poco al menos, di que me quieres aún más, que durante todo este tiempo lo has pasado fatal, que ninguno de esos idiotas te supieron hacer reír... y que el único que te importa es este pobre infeliz". Dios, qué tema éste, Infinito. Tan de taberna. Tan sufrido. Tan amargo. Tan hermoso.


Y con él os dejo, aunque podría estar horas. El domingo tuve la suerte de verlo actuar, de contemplarlo, de celebrarlo. Y es para no perdérselo. Aquí, en este vídeo, canta con Shuarma, de Elefantes, un grupo ya desaparecido que molaba mil. Otro día os hablo de ellos. Por hoy, basta con Bunbury, con "Infinito" y el minialtar casero que le hicimos el día del concierto, donde, además de él, lo que más me gustó fue disfrutarlo en familia. Eso sí, echando muchísimo de menos a mi sobrino de quince, Alfonso, el mayor "bunburista" del mundo, que no pudo venir por ser menor de edad y darse el concierto en un sitio cerrado. Cosas de las leyes. Habrá más.

Por cierto, en este vídeo beben mezcal. En esta versión, de la misma canción, tequila.