El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

lunes, 31 de octubre de 2011

Día de Difuntos





Las primeras luces del alba llegaban cargadas de frío y pereza. Los olores tempranos traían el cálido rumor de las chimeneas y el pan recién cocido. Los pasos de los más madrugadores –yegüeros, pastores– abrían la puerta al día, perfumado de cierzo.

El monaguillo escuchó atento las órdenes del cura párroco: "Las campanas han de doblar todo el día, hasta el anochecer". El muchacho, algo sobrepasado, era consciente de la grandeza de aquel encargo. Ese día, todos los vecinos del pueblo honraban a sus difuntos. Nadie merecía que sus oraciones no estuvieran acompañadas del insistente y lánguido sonido de las campanas y su música de luto. El crío, que no había cumplido los catorce, pensó en su madre; en sus manos cansadas, en la sombra que era ya su delgado cuerpo, y la imaginó llorando junto a la, aún tierna, tumba de su hermano, muerto dos meses atrás a los 19 años. Germán, que así se llamaba el diligente monaguillo, enjugó sus lágrimas y pensó que nadie merece morir a esa edad, y menos cuando las causas son tan ajenas a su modesto día a día: aparejar las yeguas, llevarlas al agua, limpiar las cuadras, recoger los huevos de las gallinas.

El muchacho se puso el sayo que correspondía a su cargo y subió de dos en dos las escaleras del campanario, consciente de la responsabilidad que tenía. La torre desafiaba orgullosa el horizonte y gobernaba el pueblo altiva. Aquel día, sus dos campanas tenían que sonar insistentemente, acompasadas y tristes. El muchacho cogió una cuerda con cada mano, contempló las calles, el humo de las chimeneas y, sin más compañía que la soledad y el viento helado, se dispuso a adornar con aquella música desolada las penas de sus familiares, amigos y vecinos. Desfile de ropas negras y flores tristes.

El reloj no había dado las doce y Germán se sentía preso del agotamiento. Las campanas eran pesadas, sus brazos frágiles y el desayuno poco más que un minúsculo recuerdo. Las sogas empezaban a herir sus manos, un sudor frío regaba su frente, las piernas le temblaban... y cayó rendido al suelo. Creyó morir: había fracasado y decepcionado a todo el pueblo. Pensó en las viudas, en los huérfanos, en las mujeres que estaban limpiando las tumbas y en el aire mudo, sin aquella música de réquiem que él era el encargado de hacer sonar. Y lloró como el niño que era. Pero en aquel estado de semiinconsciencia algo le sobrecogió: un sonido metálico y abatido que arrastraba siglos de pena y cierto eco de esperanza. Las campanas seguían doblando. Germán no reaccionó. El miedo lo atenazaba. Aterrado, entregado al cansancio y envuelto en lágrimas, quedó atrapado en un profundo sueño.

Cuando despertó, el atardecer abrazaba el pueblo. Y las campanas seguían con su incesante y misterioso sonar. Las nubes rojizas traían a su cabeza la voz de su hermano difunto: "Lorenzo, ¿por qué el cielo está rojo?, le preguntaba él de niño cada tarde, cuando iban juntos a recoger las yeguas. "Porque la Virgen está haciendo pan", le contestaba él. Y Germán sonreía. E imaginaba a aquella hermosa mujer horneando sabrosas delicias entre nubes. Aquella imagen le reconfortaba y reconciliaba con su estómago. Sobrecogido, se levantó, agarró las maromas y tiró con fuerza de cada una de ellas, moviendo aquellas moles de hierro con rabia y un dolor que le encogía el corazón.

La mano del cura sobre su hombro le hizo dar un respingo y salir de aquel estado. "Lo has hecho muy bien, Germán, todo el pueblo está orgulloso de ti", le dijo el anciano. "Ya puedes parar". El muchacho bajó a la sacristía, se quitó el sayo y se arropó con un gabán que había pertenecido a su hermano mayor. Al caminar hacia su casa, exhausto y desconcertado, sintió la tentación de mirar hacia el campanario. Desde la torre, la figura de su hermano muerto le dijo adiós. Luego se perdió para siempre entre el ocaso y la bruma.

1 de noviembre de 1938. Día de Difuntos de cualquier lugar de España.

jueves, 27 de octubre de 2011

In memóriam


Por fin este otoño ha dejado de ser una primavera encaprichada de los atardeceres tempranos: llegó la lluvia, el arrogante porte que regalan las gabardinas, el deseo de compartir el frío y la tibieza de las cafeterías. Al final, el destino me ha respetado y me regala una última semana de octubre de tonos grises y botas altas. Lo contrario me habría resultado exótico. No imagino un 29 de octubre sin hojas en el suelo ni buñuelos en los escaparates. Y de tanto que me gusta el otoño hasta al adoptado Halloween lo quiero como propio, aunque siempre he preferido su correspondiente patrio, el Día de Todos los Santos, aun a sabiendas de que éste es más propicio para el duelo que para el disfraz de vampiresa sexy. Pero siempre he tirado más para el becqueriano Monte de las Ánimas que para las calabazas de maléfica sonrisa; crianzas castellanas, a las que tanto miro en estos días.

Con el paso de los años, he sabido que el otoño en mí es un estado de ánimo, y no necesariamente melancólico. Sólo pronunciado en lo emocional. Faltan dos días para celebrar mis 35 octubres y todo lo que rodea ese día lo vivo como una fiesta, pero no una fiesta de matasuegras y gorrito, ni conga ni borrachera. Una fiesta en sí que me lleva directa a los brazos de mi madre.

Hay quien me tacha de egocéntrica –no digo yo que no– por lo mucho que me gusta mi cumpleaños, y los regalos y los pasteles y las migas que me hace mi padre y un vestido nuevo y las hojas en el suelo y las setas y la lumbre. Y el recuerdo de mi abuela y su forma de hablar, regañar y coser. Su figura de luto subiendo al cementerio cada 1 de noviembre y la certeza con que afirmaba que, desde que murió su hija –un implacable noviembre de posguerra a falta de medicinas en aquella fría y olvidada Sierra de Cuenca–, a la dulce e inexperta edad de nueve años, ella jamás había vuelto a reír con ganas. Y la creo: nunca cubrió su cuerpo otro color que no fuera el negro. Pero no llenó nuestros días de penas; su procesión –tan castellana– latía por dentro. Y cada 29 de octubre bajaba con mi abuelo y su regalo: pañuelos de flores, billetes de mil pesetas. Una taza de chocolate al salir de la escuela. Me pregunto si me gustan tanto las uvas blancas por lo mucho que le gustaban a ella.

En su honor y en el de mis otros tres abuelos, que descansan en el cementerio que ella tanto visitó –y yo con ella; supongo que ahora en estos tiempos de lo políticamente correcto, le habrían quitado la custodia de abuela–, con crisis o sin crisis, a dios pongo por testigo que tengo mucho que celebrar y pienso hacerlo. El 29, en familia, allí, en las frías raíces. El 28, con amigos, en Madrid, donde tengo las alas. Quizá no estén todos los que son, pero sí son todos los que van a estar; incluidos los que viven en el recuerdo y cuyos nombres me hacen camino al andar.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Una de Sexo en NY

Hay quien dice que cuando mejor escribo es cuando he bebido –a ver, un poquito– o cuando no tengo tiempo. Hoy se me juntan las dos cosas y creo que me va a salir un churro, porque no sé ni qué escribir. Eso sí, ya toca: que mi blog empieza a empatizar con Jennifer Ansiton (por lo del abandono). Resulta que me debo a mí misma escribir un sueño; pero no sé por dónde meterle mano: en él se mezclan Kiko Veneno vestido de torero, Japón y un avión que crece. Creo que hoy mi cabeza no da para tanto aunque el cuerpo me lo pide. ¿Que qué hago a las 16.28 con unos vinos en el cuerpo? Estamos de celebración en el curro. Por los años vividos. Y los que quedan (espero).

Ay, mal día para entregarse a los placeres de la uva pisada cuando ha salido publicado que a Amy Winehouse no se la llevó a la tumba la heroína, sino el alcohol. Qué mal rollo, pero es que sus excesos me temo que poco tienen que ver con nuestras pequeñeces: apuesto una copa de Pago de Carraovejas en una noche lluviosa de Soria a que por cada chato –me encanta esa palabra, tan castellana. Mi abuelo decía chato al vaso de vino– que bebemos nosotros, ella se aplicaba cuatro botellas de vodka. Nada que ver con nuestra copita de tinto mientras hacemos el sofrito de las lentejas o vemos Sexo en NY.

Sí, lo reconocí entonces y lo reconozco ahora. Cuando, aplastada de realidad y trabajo llego a mi casa, una copa de vino y un par de capítulos de Sexo en NY me resultan muy reconfortantes. Y no, ninguna de esas zorras implacables me cae bien, pero me divierten. Son una especie de Pajares y Ozores modernos y en tía. Pero hay que agradecerles varias cosas.

1. Carrie Bradshaw es la mujer que nos ha enseñado que el fondo de armario no es una duda entre el papel pintado o el contrachapao de madera.

2. Charlotte York es la ingenua que nos recuerda que el amor es peligroso si puede escaparse de las convenciones. Si se sustenta en ellas, es una puta mierda. La mayoría de las veces, claro.

3. Miranda Hobbes, que no es nada, porque no tiene carisma ni trasfondo, sólo resiste cientos de capítulos para explicarle al gran público que existen las barrreras sociales y que sólo son derribadas por el amor; el que ella siente por Steve, ese camarero encantador que acaba siendo el padre de su hijo.

4. Samantha Jones. Samantha es el Ozores de nuestros días. Un Alfredo Landa a la americana. El Sony Crockett de Miami Vice, pero en mujer y en los noventa. Es una parodia perfecta y patética de todo lo que ha sido el hombre en la ficción hasta que llegó ella. Por eso es el mejor personaje de la serie. A veces da pena, es triste, dramática y terriblemente ridícula. Capaz de tirarse a un tío en la boda de una amiga sólo porque tartamuedea y ella jamás se ha tirado a un tartamudo; es capaz de entregarse con toda la hipocresía que puede a las obras de caridad si el monje que las lleva le da morbo. Y eso escandaliza, en los noventa y en la actualidad. Sí, porque es tan patético como andar por las playas persiguiendo suecas o acostarse hasta con la aspiradora y marcharse sin decir adiós mientras suena una música de saxo y el macho alfa en cuestión pasea al amanecer, exhalando humo bajo las farolas.

Sexo en NY cuenta mierda de pijas que visten de Dior; pero pone de manifiesto unas cuantas verdades. Si hemos sido capaces de mirar con sonrisas complacientes a los machos ibéricos que perseguían biquinis... ¿por qué no sonreír cuando Samantha pide una servilleta para limpiar la silla de un restaurante porque el camarero le parece atractivo?

jueves, 20 de octubre de 2011

Del miedo

Lo único que no me gusta de "Los puentes de Madison" es que ella –Francesca, Meryl Streep–, al final, no se atreva a bajarse del coche y correr a abrazarlo a él –Robert, Clint Eastwood– bajo la lluvia. Por lo demás, me gusta todo, la música, el guión, ella y él; y esa increíble historia de amor.

Siempre que veo "Memorias de África", deseo que ella –Karen, Meryl Streep–, a mitad, venza el miedo a perderlo a él, y así no le obligue a decir lo que él –Denys, Robert Redford–, por ser él, no dice. Quiero que ella comprenda antes de asfixiarlo que las aguas "viven en Mombasa, msabu", y que no hay que pretender embalsarlas –su miedo a estar sola, hace que él sienta miedo a verse privado de su libertad–. Desde luego, siempre que veo esta increíble película, quiero que el final no sea el que es; y que ambos estén siempre juntos y contentos. Queriéndose. Él, cazando. Ella, inventando relatos para él junto a la chimenea. Y los dos escuchando a Mozart. Por lo demás, me gusta todo, la música, el guión, ella y él; y esa increíble historia de amor.

Aborrezco que Ashley Wilkes tenga tanto miedo a querer a Escarlata O'Hara; y ella pavor a dejarse amar por Rett. Por lo demás, de "Lo que el viento se llevó", me gusta todo, la música, el guión, ella y ellos; y esa increíble historia de amor.

Dicho esto de tres de mis películas favoritas, podría concluir que amar es cosa de valientes. Y vivir también. Pero vivir de verdad. Con la vida como pasión, como motivo y como meta en sí misma.


Esta mañana, Juan José Padilla, un torero que no está en mi lista de favoritos, me ha emocionado por su derroche de vida y de valor. Porque vivir, vivir con pasión, no supone no tener miedo; sino saber vencerlo.

Él lo hace muchas tardes: siente el miedo, lo vence y, en el hecho de vencerlo, de tragárselo, gana. A veces con fracaso; otras con triunfo. Pero siempre tiene la gloria de haberlo vencido, como San Jorge al dragón.

Hoy, destrozado, malherido y marcado de por vida, a dios pone por testigo de que volverá a vestirse de luces; y jura que no le guarda rencor al toro, que es su vida misma, su pasión. Porque la vida da cornás, y para recibirlas hay que vivir –es decir, tragarse el miedo, vestirse de luces (con el guapo en to lo alto), echar la pata'lante, y que sea lo que dios quiera–.
Gracias, Padilla porque –corneado, pero jamás derrotado– hoy nos has recordado que vivir sin torear –sin vencer los miedos– no es vivir. Es morir lentamente.

jueves, 13 de octubre de 2011

Que llueva, que llueva

Qué escribir en un otoño que se resiste a serlo. El qué leer lo tengo más fácil: "Antigua Vamurta", gracias a Igor y su esplendorosa primavera creativa, a su abril literario, a su fecunda pluma.

No me gustan los octubres sin lluvia, los abriles sin flores ni los mayos sin toros. No hay verano si no hay viaje; Nochebuena sin familia; ni amor que no entrañe duelo.

Si damos ese puñado de verdades por sentadas, con esas rutinas como fondo de armario, nos ahorraremos algunos desaciertos en nuestros vestidos del día a día. Y yo ya no puedo más con las camisetas y las chanclas. No soporto ni un solo bañador de flores más en la calle, ni un short con los bolsillos colgando porque, además de antiestéticos, son intemporales (a día de hoy, 13 de octubre. Aunque proliferan en las aceras y pasos de cebra, a mayor regocijo del personal de servicios –recordemos que, con la crisis, se acabó la albañilería a pie de acera y con ella su alegre, castizo y no siempre fino piropo–).

Mi salud física y mental acusa este exceso de sol y calor. Qué fue de los paseos bajo la fina lluvia con botas y gabardina; qué de los besos protegidos por los paraguas; qué del reconfortante y fingido abrigo que proporciona el café al atardecer de octubre, cuando los coches agonizan en los atascos y se quejan los corazones rotos de amor; qué de las historias que renacen en un abrazo que huye del frío; qué de la humedad de tu pelo, de tu chaqueta tapando mi espalda, del frío que besabas en mis pies.

Un día alguien me dijo –gracias, Rebeca– que en Madrid, cuando amanece lloviendo, el cielo se torna naranja, confundido y turbado por el agua y las farolas. Echo tanto de menos esa sensación de color mandarina como las palabras y caricias que otros días alimentaran mi corazón. A éstas, sólo me queda añorarlas; recordarlas con sonrisas y teñirlas de poesía.
Y a la lluvia... desearla. Como se desean los besos que no damos.

Porque no hay amor sin deseo; romance sin pesar; Madrid sin otoño... ni vida sin agua.



P.D.: Que por qué esta canción. Fácil: sale el cielo de Madrid, ha llovido, y se dibuja limpio (sí, en Madrid, a veces, también tenemos algo de oxígeno); me gustan los tejados, la sensación de otoño –Coque con su cuello alto, su chaqueta, esa media luz– y porque es ideal para la deseada lluvia y para Madrid, que es mi ciudad y me encanta. Y, por supuesto, la canción me chifla.

jueves, 6 de octubre de 2011

¿Un bombón?

Harta como estaba de contar calorías, un buen día, decidió montar una pastelería y nombrar sus dulces con recuerdos de sus amores. Las napolitanas de chocolate pasaron a llamarse “besos de Miguel”; las palmeras, “los ojos de Luis”. Y así hasta llegar a los bombones, para los que no halló sustantivo posible.

Cada mañana, antes de que el sol desperezara al día, ella elaboraba sus delicias con mimo. Cada amanecer era un ritual de limpieza, apetecibles olores, claras a punto de nieve y música clásica. El barrio entero se despertaba con la dulzura que desprendía su casa, con un apacible rumor callado que inundaba el viento de azúcar y el otoño de cabello de ángel.

Los niños se peleaban por asomarse a la ventana y verla sacar del horno enormes bandejas de "caricias de Juan" (croasanes). Los hombres se peleaban por verla amasar: entre sus dedos, aquella mezcla deforme de harina y manteca se convertía en delicada seda; una caricia deslizándose por sus manos, tan blancas.

Y así pasaban los días, los inviernos y los años. Y ella seguía impregnando las calles de sabor y los estómagos de dulces e intensos recuerdos bañados de vainilla y azúcar glass. Pero sus pequeñas joyas de chocolate seguían sin tener nombre ni sus noches compañero, más allá de los libros de recetas y algunas soledades compartidas con una copa de vino y películas en blanco y negro.

La ciudad aún dormía y la nieve cubría con su manto las chimeneas la mañana de enero en la que supo cómo se llamarían sus bombones. Con la pulcritud y la parsimonia de siempre, peinó sus canas y cubrió su pelo; anudó su blanquísimo delantal a su delicada cintura, ya sin la firmeza de tiempos pasados (ay, de la juventud efímera –pensó–), y al mirarse al espejo supo que el verdadero bombón de su vida había sido ella misma.

Con su imperturbable belleza, ya ajada pero eterna, y su mirada limpia, abrazó satisfecha su taza de café mientras contemplaba caer los copos al otro lado del cristal antes de abrir su pastelería y regalar al barrio entero decenas y decenas de "Adelas", algunas con pistacho, otras con trufa y otras, las mejores, de chocolate puro: como su corazón. Como ella.