El blog de Luisa Tomás

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jueves, 18 de diciembre de 2014

Cruela la Vil y Fernando el Católico

Hacía siglos que no me llamaba mi amiga Cruela la Vil, pero anoche le dio el punto y me tuvo dos horas al teléfono, a mayor duelo de mi lastimada oreja y de mi hígado, pues hube de apretarme una botella de rioja para digerir tal chapa. Cruela tiene mi edad y, aunque una dama no habla de esas cosas y los 30 son los nuevos 20, sí diré que hace algunos añitos que nos abandonó la candidez de las adolescencia en aras de una edad adulta no siempre satisfactoria a pesar del buen hacer de la cosmética moderna y de mi inexplicable entrega a la tarifa plana del nuevo gimnasio del barrio.

Cruela venía de someterse a tocamientos impuros, pero muy científicos, por parte de su ginecólogo y estaba que bufaba, ya que el buen hombre había venido a decirle que, por su parte, le quitaría el DIU, pues le encantaría, después de tantos años como paciente, llevarle un embarazo y verla convertida en madre.

"Le he contestado con una sonrisa, mezcla de "tu puta madre qué tal está" y "si tú supieras, capullo". Y al salir de la consulta me he puesto a llorar, mari. Porque no, no voy a usar al gine de psicólogo, nena, y no iba a contarle mis penas. Pero para eso estás tú. Verás, desde que Arturo me dejó, mi vida afectivo-sexual es una mierda. La parte de "afectivo" es inexistente. Y la parte de "sexual" también. En los últimos doce meses sólo he tenido dos amantes. El primero se descubrió como un salido patético. Una especie de sabueso olfateador que se adornaba con cochinadas de terrible gusto. No me costó dejarlo, pero sí librarme de él. El segundo era un peso muerto, como si una merluza enorme y templada te cayera encima. Literal. Nunca había visto un hombre tan terriblemente torpón, tan lento. Cada uno de sus movimientos era una especie de angustia que lo llevaba a otra y, al final, a un sueño pesado sobre mi oreja que impedía descansar a mi insatisfecho cuerpo. Mi buen corazón, pues en el fondo de puro buena soy tonta (abro paréntesis en mitad del monólogo de Cruela para apostillar que me encanta cuando se pone así, victimista, terrible y loando sus propias virtudes, sólo visibles para los muy íntimos), me obligó a darle tres oportunidades. Pero la tercera noche, después de que se quedara sobao en el sofá viendo "Aquí no hay quien viva", decidí sacudirlo hasta despertarlo y echarlo de casa: sabía que alguien así no sería el hombre de mi vida ni el amante del momento. Después de eso –y ya ha llovido, a pesar de esta pertinaz e insana sequía–, amortizo menos el DIU que Ana Botella sus clases de inglés. Hasta el punto de pensar que se me ha fosilizado. No, no te rías, bruja. Que no tiene gracia. Y encima me sale este hombre diciendo que va siendo hora de plantearme la reproducción... Ay, dios, si él supiera que lo más cerca que he estado de quedarme embarazada en los últimos meses fue el día que Rodolfo Sancho salió en pijama en la serie "Isabel"... Sí, llámame enferma, pero ese hombre despierta en mí una bestia indómita (ríete de Smaug, el bicho de "El Hobbit"). Y ahora no puedo parar de llorar, porque me he dado cuenta de que la edad no perdona, avanza y me fagocita, que no hay nadie ahí afuera para mí y si lo hay no lo encuentro, que tengo un cerro de plancha y que el fantasma del arroz que se pasa asoma de nuevo a mis pesadillas".

Después de esta retahíla y otras tantas, con sus correspondientes lágrimas y moqueos, sólo acerté a decir mientras remataba mi última copa de rioja: "Cruela, no te reconozco en esta decrepitud viejuna. La edad no tiene que perdonar nada, perdónate tú por ir siempre buscando y hallando amores fallidos, mariposas apresuradas que se transforman en polillas tempranas. Y si el arroz se pasa, olvídate de la paella; ya hay demasiada gente que come ese plato. Y verás cómo tus pesadillas se convierten otra vez, simple y llanamente, en dulces sueños. Por cierto, la calentura de ver a Rodolfo Sancho en pijama, a modo de catoliquísima, y sin embargo pecadora, majestad, no es asunto ligero, reina. Pues es un hombre divino si ocultara más lo humano".

martes, 2 de diciembre de 2014

Delirio de la última luna del otoño

Nunca he sabido, en esto del amor, cuando las cosas son certezas. Ni qué parte es real y cuál literatura, puro platonismo, cosas que nuestra cabeza construye con un andamiaje figurado y vano que acaba desplomándose y cayendo por su propio peso, dada la gravedad (del asunto).

Nunca lo he sabido. Y tampoco lo sé ahora. Y creo que ya me da igual; no tengo edad para ir averiguando verdades, pero sí para crear imágenes que huyan del día a día. Para eso nunca es uno lo suficientemente viejo.

Nunca lo sabré. No. Quizá nunca lo sepa. Lo que sí he sabido al escuchar acercarse su voz mientras me atrapaba la última luna del otoño, luchando por brillar fría y petulante entre un abrigo de nubes, es que hay imágenes perfectas. Por ellas he de morir, por ellas sueño. Por lo demás, que el mundo siga siendo de los realistas. Así nos va.

Y que cada cual ponga el amor en su sitio. Y que a cada cual lo ponga el amor en su sitio. Real o figurado.