El blog de Luisa Tomás

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jueves, 5 de febrero de 2015

Espérame en el cielo

Despertó muerta. No, no es una metáfora. Aurora había muerto aquella noche de enero. En silencio, como había vivido. Se fue calladamente en su pálida alcoba, fría como ella, vacía y sola. Y desde esa atmósfera imprecisa donde habitan los espectros, Aurora contempló su cuerpo ya sin hálito, y también sin alma. Y siendo ya lo que era, sombra de lo que fue, se extrañó al comprobar la paradoja que convertía la vida en la tierra en carne inerte, abandonada a la vez por el latido y por el propio espíritu.

Repuesta de la sorpresa que le produjo seguir siendo en un plano inmaterial, le invadió la inquietud por saber quién la encontraría. O si la encontrarían siquiera y no acabaría siendo su cadáver uno de esos cuerpos olvidados que aparecen al cabo de los años.

La mole resquebrajada y solitaria que era su hogar carecía de actividad social. De hecho, la última vez que a aquella casa entró alguien fue en el duelo por su marido, Germán, hacía ya 20 años. Desde entonces, ella salía poco o nada, pues nada necesitaba del mundo exterior. Se vestía con lo que tenía, escuchaba sus viejos discos -todos le recordaban a él- y hacía la compra por teléfono; pedía que el repartidor la dejara en el jardín y rara vez se veían. Aurora no vivía, sobrevivía ahogada en sus soledades, envuelta en el luto de una tragedia que la sumió en una pena infinita y hondísima contra la que ni pudo ni quiso batallar. Así que esta nueva situación, contemplando desde fuera su cuerpo ya frío y de cera, no la asustaba. Es más, la aliviaba. Sentía un bienestar incorpóreo e ingrávido, como si fuera humo o nube, algo que está y que es, pero que ni se toca ni se atrapa; un estado desconocido pero agradable y despreocupado, sin anclajes ni peso. Sólo ser. Y flotar.

La noche se le fue ideando la forma de avisar a alguien para que viniera a hacerse cargo de lo que quedaba de ella, pero la ausencia de amistades y familia dificultaban su afán. Bien entrada la mañana, hizo lo único que se le ocurrió: llamar al supermercado y pedir que el repartidor entrara a la casa, explicando que se encontraba en cama, enferma y débil, y no podría salir a por el pedido.

La autopsia desveló que la mujer había muerto nueve horas antes de que se realizara esa llamada, hecho al que se le fue restando importancia y sumando olvido con el paso de los días, hasta desvanecerse como anécdota con el paso de los años.

Y desde ese lugar intangible donde ya sonríe junto a Germán, Aurora contempló complacida y sin estupor cómo cerraban su ataúd -cuando la tapa cubrió su rostro, sintió una leve punzada, nada más- y lo hundían en la tierra. Y le gustó el detalle del mozo del supermercado cuando pidió que en el entierro sonara una canción que él decía escuchar cada vez que dejaba las bolsas en el jardín de doña Aurora, una canción doliente, una música lejana cuya melodía emanaba de las ventanas e inundaba la decadente maleza del jardín, las puertas herrumbrosas, el camino invadido de espinas.

Al oír la música, la de los dos, la de otros días, Aurora lo sacó a bailar y Germán accedió con gusto. Llevaba 20 años esperándola.