El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Batiburrillo sin corregir y a pelo

Llevo unos días pensando en abandonar lo abstracto y centrarme sólo en lo tangible. Nada de suponer ni esperar, sólo tocar para creer. Como Santo Tomás. Mi fe hace tiempo que dejó de mover montañas y, por creer, creo en Roberto Iniesta y poco más, que al menos no promete. Se presenta como yonqui acabado y dice que todo es una mierda, y resulta que, con sus desgarros y sus verdades, acaba siendo el único que en mí prevalece.

Si yo fuera Artur Mas, me suicidaría. Si yo fuera Mou, me piraría.
Me importa mucho más el segundo que el primero, claro. El segundo entrena a mi equipo. Y el primero, como el 99,9% de la gente que se dedica a la política, me importa una mierda, como diría el Robe.

Ya, llamadme frívola, sí, por aquello de que me importe casi más el partido del sábado que las líneas que traza la inefable política nacional (entiéndase nacional en término literal sin carga política, es decir, nacional de esta nación que se llama España y que es un término abstracto del que, como ya he dicho antes, paso totalmente. Es decir, que tanto me da ser española que conquense que madrileña que de Carabanchel. Que no tengo causa local, por grandioso que lo local pueda llegar a parecerles a algunos que no ven más allá del traje regional y la cocina típica). Espero no tener que volver a explicar que lo afectivo no es una causa política, y que a la tierra sólo nos une el afecto. Y éste es individual y le resulta indiferente al universo. Una pequeñez.

Llamadme frívola, que yo, en mi afán tangible, os diré que soy simplemente una superviviente. No, no se trata de cerrar los ojos a la verdad y consolarse mirando una flor. No. Se trata de que no podemos ponerle al mundo una sonrisa si vivimos en un lugar donde nos dirigen unos tipos que son, a todas luces –que no son muchas–, más tontos que nosotros. Es decir, Artur Mas es gilipollas y chulesco, sí. Y Rajoy es un inculto y un pelele. Zapatero es un iluso acabado. Los  sindicalistas son unos tipos muy desagradables que fuman Ducados en el bar de abajo y son incapaces de decir una frase con contenido real.

Que el diablo se viste de Telecinco, ya lo sabemos. Pero  Telecinco puedes apagarla. A estos imbéciles no.

Pero nuestro mal no es de hoy, ni de esta crisis, ni siquiera de 30 años atrás. Ni de 80. Yo me iría más atrás, y recordaría que Cervantes (que debería tener un día que fuera fiesta universal) murió en la infamia y la pobreza, que su nombre no está escrito en una tumba. Y que hoy, 500 años después, aun no habiendo nacido nadie que lo supere en ingenio, su "Quijote" no es de lectura obligada en los colegios.

Os recuerdo que somos de un lugar que denominó al cruel Fernando VII "el deseado". Y os recuerdo que, mientras en EE.UU. se hacía "Lo que el viento se llevó", aquí nuestros padres veían "Raza".

Que el tipo de "Salvados" sea causa, referente y héroe es aberrante y símbolo inequívoco de decadencia, como nuestro presidente, o como Iñaki Urdangarín. Ah, y Ana Botella alcaldesa. Tócate los perendengues.

Quizá el anónimo autor de nuestro grandioso Poema de Mío Cid diera totalmente en el clavo hace ya 800 años al afirmar aquello de "qué buen vasallo sería si tuviera buen señor". Acertó y no sabía que ocho siglos después iba a mandar en nosotros la misma clase de estúpidos que ya mandaba entonces. Siempre mal dirigidos. Siempre mal gobernados. Bastante bien estamos si analizamos uno por uno los reyezuelos que han metido la zarpa en ese puchero de golosinas llamado poder.

¿Me quedan motivos para tener fe en algo?
Sí, para tener fe en lo tangible.
Llamadme frívola, pero sólo procuro ser práctica: salir hoy de trabajar, hacer algo de ejercicio y tomar un vino. Dormir con la conciencia tranquila después de unas páginas de Lorca, o de Pérez Reverte, o de Javier Marías.
Nada más. Y nada menos.

Y no lo flipéis, no he dejado en ningún momento de ser una romántica: la luna sigue viniendo a la fragua con su polisón de nardos, y hoy –que estará llena– es un emoticono de plata que nunca tiene frío. Me pierdo en el crepúsculo y aún mato por un beso.

Pero dejo el romanticismo abstracto y me centro en el tangible: la grandilocuencia no cabe en el guasap, pero sí la sonrisa.

Y que por qué paso de Mou a Mas y de más a menos, y de Cervantes a la luna... Porque, como bien dijo el Robe cuando terminó de cantar "La Pedrá", que es lo más irreverente que nadie ha cantado jamás en este país de mierda, porque lo "he cantao como me ha salío de los cojones".

Pues eso. Larga vida al rey de Extremadura.



miércoles, 7 de noviembre de 2012

El vigilante nocturno


“Aquí te dejo las llaves. Y un único consejo: no hagas caso al fantasma. ¡Buena suerte!”.
 Javier se tomó a broma el comentario del viejo bedel, que ese día, y con esas palabras, le daba el relevo como guardián y vigilante nocturno del Archivo Histórico. 

El edificio era una imponente mole que se recortaba plomizo y eterno en el horizonte de aquella herrumbrosa y decadente ciudad de provincias. El interior discurría por un otoñal laberinto de pasillos huecos y largos que daban acceso a las salas de lectura, a los diferentes cuartos con los legajos. Los ecos y crujidos de las maderas centenarias –pobladas de carcoma y polvo–, los misteriosos sonidos que nacen del vacío y las soledad, las manchas de humedad y sus caprichosas formas, las miradas muertas de los ilustres pretéritos que protagonizaban los retratos que colgaban de las paredes, los chasquidos eléctricos de los tubos fluorescentes que salpicaban los techos –como arañas gigantes y metálicas– eran la única compañía de Javier en sus largas noches de trabajo. 

En sólo cuatro jornadas, la rutina pareció ser una más de las obligaciones de Javier. Cerrar a las ocho, revisar salas e ir echando llaves, conectar las alarmas, recorrer los pasillos en una última ronda y sentarse frente a una mesa de madera a ver transcurrir la noche entre libros, periódicos y programas de radio a los que llamaban solitarios para llorar sus penas de amor. 

Pero algo turbó la paz de Javier la quinta noche de trabajo. Tras deglutir un sándwich hojeando la sección de Deportes del ABC, el novato guardián bajó la mirada al suelo en busca de la mochila donde tenía medio kilo de mandarinas. Y, para mayor sorpresa de su quebradizo corazón, que a punto estuvo de partirse en dos del infarto, sus ojos se encontraron con unos pies parados frente a él. Un escalofrío recorrió su espalda. Y la callada noche se desgarró con su grito de terror. Tembloroso, alzó su vista hacia la figura masculina que estaba apenas a medio metro de él. Era Julián, el antiguo bedel, su predecesor y quien lo había recomendado, vestido con la misma bata azul, ajada y sucia, con la que se había despedido cinco noches atrás. 

Silenciosa, pálida, la trémula y desdibujada figura del anciano  se llevó el dedo índice a la boca, pidiendo al joven que ahogara su terror. “Shhhhhhhh”, susurró. Y arrastró su andar cansado por la desolada penumbra del pasillo. Justo antes de desaparecer, se  giró hacia Javier. “Ven, sígueme”, le pidió. 

Asustado, apenas sin voluntad, Javier caminó hacia su mentor. 

La policía zanjó el asunto concluyendo que Javier se había suicidado, aunque nadie supo jamás descifrar la nota que apareció junto al cuerpo ahorcado del joven. Ni siquiera parecía su letra: “Te dije que no me hicieras caso. Adiós”.