El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

jueves, 31 de diciembre de 2009

El caricaturista


Luis tenía un don: leía el alma de las personas al mirarlas, y después las dibujaba. Luis veía a alguien, rápidamente adivinaba las características principales de su personalidad y, basándose en ellas y en sus rasgos físicos, hacía unas preciosas caricaturas con las que se ganaba la vida en la Plaza Mayor. Luis nunca había trabajado en una oficina ni había tenido jefes. Se fue de casa con 18 años y había errado por todo el mundo. Ahora, con 42, había “medio” sentado cabeza en Madrid, donde vivía con Ana. El día que ella llegó a su vida, llovía como si el mundo fuera a acabarse. Él estaba refugiado en un soportal, fumando un cigarro y “agarrado” a un vaso de café con leche. La vio cruzar la plaza corriendo, sin paraguas, empapada bajo la lluvia, con el aire jugando con la gabardina y su pelo a su antojo, luchando contra los elementos y sus tacones... hasa que se cayó. Él, un caballero, fue a socorrerla y le ofreció refugio y café, algo que ella rechazó con una sonrisa y con los ojos bajos, mirando al suelo, avergonzada, algo abochorada. A él le encantó su timidez. Y supo que era una mujer cándida, dulce, buena. Y se enamoró. Volvió a ofrecerle café y su taburete para que descansara y se repusiera y, ante la insisitencia, ella no supo decir no. Mientras compartía la primera charla de su vida con ella, esbozó en su lámina su bella sonrisa, el brillo de sus dientes, el arco perfecto de sus cejas, el rubor de sus mejillas, la claridad de su mirada... Luis supo que Ana era una mujer sin dobleces. Unos minutos después, cuando la lluvia hubo amainado, la joven explicó que debía marcharse. Él enrolló la lámina, se la regaló y le dijo que la abriera cuando estuviera en casa. Pero ella no se resistió y, al doblar la esquina, la abrió. Quedó fascinada. Nunca nadie jamás la había dibujado tan bien. Le encantaba. La enmarcaría. Pero si el dibujo le sorprendió, aún más lo hizo la leyenda que había junto a la firma: “Si quieres pasar el resto de tu vida conmigo, ya sabes dónde encontrarme”.
Y así empezó todo. Ahora, tres años después, son una pareja feliz. Él sigue dibujando en la calle y ella continúa en la agencia de publicidad. Tienen una vida tranquila. Pero alguien vino a enturbiar tanta armonía.
Era una mañana de primavera. Luis puso su caballete, como cada día, y esperó a  sus clientes. La primera, una divertidísima turista alemana, bonachona y regordeta que Luis pintó encantado,  de buen humor. El segundo, un ejecutivo agobiado que se había tomado la mañana de asueto. Estaba semideprimido y a punto de divorciarse. En fin... una caricatura de las grises. Luego llegó un hombre con halo misterioso, tocado con un sombrero, al que Luis se sentía incapaz de dibujar. Rompía una lámina detrás de otra mientras el hombre permanecía impasible, sin hablar. Agotada su paciencia, Luis le pidió que se marchara. El hombre se levantó y le dijo: “No he venido a que me pintes a mí, he venido a encargarte tu autorretrato. En una semana vendré a por él. Te pagaré tanto que ni te lo imaginas”. Y se marchó.
Luis se quedó asombrado y se propuso olvidarlo, pero no podía. Aquello le quitaba el sueño. En vano, intentó decenas de veces autodibujarse, pero no logró nada. Una semana después, tal como había dicho, el hombre llegó a recoger su encargo. Se encontró el puesto de Luis vacío. En su caballete, una lámina en blanco firmada por él y con una frase: “No me conozco”. Jamás nadie, ni siquera Ana, volvió a saber de Luis. Su paradero aún es un misterio.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Tres de la temporada tres de "True Blood"

Sí, sólo son tres segundos, pero menos da una piedra. Tres segundos de promoción de la tercera temporada de "True Blood" y algún que otro chisme que he leído por ahí, como que Lafayette –cuidado, si no has visto la segunda, puedo calzar algún spoiler sin darme cuenta y sin maldad, claro– tendrá novio (pareja, amigo con derecho a roce…) en la tercera temporada. Dicen que Alan Ball está buscando a un actor latinoamericano de unos 30 años para interpretar a alguien que despertará aún más la lujuria del traficante de "V". También parece ser que la ayudante de Eric –pedazo vampiro, quién quiere un nórdico si puedes tener un sueco como ése, mi hermana dixit mientras hacía el otro día la cama– se va a descubrir como homosexual... y otras cosas como la aparición de una nueva mujer en la vida del planito de Jason.
En estos tres segundos no vemos casi nada, sólo percibo la sensación de que pocos instantes después de empezar la tercera temporada sabremos quién ha secuestrado a Bill y dónde anda. Luego vemos la cara de preocupación de la enamoradísima Sookie, a Sam y a Jessica sacando los dientes.
En fin, que esto me sabe a poco. Pero quizá mañana, en ver las 12 jodidas-cursis campanadas, me lo ponga cuatro veces seguidas. Eso si a las doce no estoy dormida, como Senisienta...

martes, 29 de diciembre de 2009

Su escritor favorito

Me encantaría tener tiempo para  hablar de la segunda temporada de The Wire, que ya la he terminado, pero "cagón la Navidad" y en el mogollón de curro y en el "no paro en casa". Pues eso, que os calzo otro relato.



Su escritor favorito. Por Luisa Tomás
El domingo amaneció lluvioso, como todos los del último mes; como todos los de su alma. Rutina dominical, más plomiza que la laboral: chándal y paseo con el periódico bajo el brazo, cafetera a rebosar, croasán y dos horas de información escrita en el sofá de casa. Sola. Como todos los domingos.
La soledad huele a frío. Leyó esa frase y se le rompió el corazón. Así sentía ella la soledad, como frío, como frío de metal que corta y que duele, como hielo afilado. Y así se titulaba el artículo que ese día publicaba su escritor favorito, fiel a su cita del domingo. Devoró sus palabras con devoción. Para ella, esa página, la última del suplemento del periódico, era ya un espacio familiar, un rincón en el que refugiarse de la tristeza lluviosa de los domingos por la mañana, tan grises. Otra vez, volvió a llorar leyendo a su escritor favorito.
Había leído todas sus novelas, sus colecciones de cuentos, sus ensayos y hasta las traducciones que había hecho de obras de otros autores. Y, por supuesto, seguía con verdadera entrega su participación semanal en el suplemento del periódico. Acudía a las firmas de libros, a las presentaciones de sus novelas y a cualquier acto en el que él participara. Además, sin que él lo supiera, formaba parte de sus ensoñaciones eróticas, o más bien sentimentales; ya que si bien él no era un hombre que pudiera calificarse como irresistible físicamente, para ella tenía un atractivo muy poderoso que lo convertía en potencial pareja ideal. Eso, a pesar de arrastrar fama de soltero militante y convencido, de hombre altanero y poco dado a mostrar afectos y de tener 20 años más que ella.
Se sirvió otro café y empezó a hojear con desgana el periódico (aburrida realidad en blanco y negro). Las páginas de cultura despertaron su interés y sus ganas de ponerse un vestido bonito: la cara de su escritor favorito aparecía con una media sonrisa como uno de los protagonistas de un acto que invitaba a la promoción de la lectura y que se celebraba esa misma mañana de doce a dos. Cogió uno de los pocos libros de él que le quedaban sin firmar y en menos de una hora ya estaba haciendo cola para recibir de nuevo su dedicatoria, siempre tan clara, con pluma azul. Ella se ponía muy nerviosa al verlo, se quedaba anulada, muda, paralizada. Su presencia hacía que ella perdiera la capacidad de reacción, algo que lamentaba, porque se le ocurrían mil cosas que decirle sobre este o aquel personaje, sobre el final de tal novela, sobre las primeras líneas de aquella otra… “Hoy va a ser distinto”, se decía para sí. “Hoy me atreveré a hablar con él”. Cuando llegó su turno, sólo acertó a decir: “La última vez, me escribió usted una dedicatoria preciosa. Es para…”. Pero ella no llegó a decir su nombre, porque él la interrumpió: “No es fácil recordar qué te escribí aquella vez. Sois demasiados rostros, pero recuerdo bien el tuyo. A ver si la de hoy la supera”. Y ella enmudeció, no pudo decir nada más. Estrechó su mano y se fue apretando el libro contra su pecho. Al salir del meollo, se sentó en un banco y abrió ansiosa la novela para leer lo que él había escrito. Acompañadas de un número de teléfono, su elegante pluma azul había escrito estas palabras: “¿Querrás recordarme la dedicatoria que te escribí mientras cenamos?”.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Del desamor a Roma


El desamor. El reloj arrastraba las horas con una tristeza que le dolía en los huesos. Demasiado silencio para una tarde de mayo. Sólo el insistente y metálico tic-tac rompía la agonía callada del sol al ponerse sobre su terraza. No había primavera ni lluvia capaz de darle aliento. Sentía un peso de sal sobre su corazón, una música fúnebre aplastando su alma. Mil y una veces había saboreado las hieles del desamor, pero ésta las sentía más profundas. Ancladas en lo más hondo de su ser, hiriendo a carne viva con una crueldad invasiva.
La soledad. Lo pensaba y no podía parar de llorar. Lloraba y dormía de puro cansancio. De nuevo la soledad y la pena; el abandono y la pérdida. No veía luz ni esperanza ni consuelo. Y maldita la gana de tenerlo. Nadie entendía su dolor. El paisaje desde su sofá era desolador, sentía su salón con la frialdad de un viento seco en invierno: la tele encendida y sin volumen; el mando sobre la mesa, envuelto en kleenex. En el suelo un libro que no quería leer y el reflejo de un tímido rayo de sol que no quería mirar.
El falso consuelo. Apagó el móvil y descolgó el fijo. Necesitaba incomunicarse. Por primera vez sentía que de nada servían las llamadas y mensajes que invitaban a recuperar la vida social. “Venga, arréglate y nos vamos de copas. Deja ya el lloro y quítate el pijama. ¿Prefieres que vaya a tu casa, vemos una peli y comemos chocolate? Anímate y vente este fin de semana a una casa rural. Venga, no seas así. No puedes deprimirte. Si se veía venir... Venga, el mundo está lleno de gente. Seguro que  conocerás a alguien aún mejor”... Escuchar eso era lo que menos le apetecía. Agradecía las buenas intenciones de sus amigos, pero necesitaba su duelo. De nada servía vestir de Carnaval la Cuaresma. Solapar las tristezas con diversión era un falso consuelo que no signicaba recuperar la alegría.
La resurrección. Al incorporarse para ir al baño la cabeza parecía explotarle. Y el espejo le devolvió una imagen de sí misma que deploraba, pero pronto su mirada empezó a buscar otra perspectiva y su decaimiento empezó a tornarse en aceptación. Secó sus lágrimas con una toalla y presionó sus ojeras con la yema de los dedos. Esbozó una leve sonrisa y lo que cualquiera juzgaría como gesto de locura, de desequilibrio, a ella le pareció señal inequívoca de resurrección.  Era la hora de salir a regar. 
La vida. El último sol del día dejaba caer su brillo sobre los ladrillos de la terraza. El calor del suelo se confundió en sus pies con el agua que salía a borbotones de la manguera. La sensación le produjo escalofrío. Y pensó, al ver el agua deslizarse entre sus dedos, que el desamor –con su componente de drama– es una parte más de la vida, como la risa, sólo que mucho más fría.
El amor. En cuanto al amor, suponía que es algo parecido a la generosa mirada del reencuentro; al saberse pleno con la sola sonrisa del otro; al leve tacto de una caricia a escondidas; al aroma que queda en la ropa después del último abrazo –por mucho que se lave y aunque uno no recuerde lo que llevaba puesto–. Al agua que llega a borbotones, que moja y ni atrapa ni ahoga; que da dulzura a los besos y amargor a las lágrimas; que acaricia y araña. Pensó que amor es, en definitiva... poner Roma al revés.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Chris nos desea buen invierno


De acuerdo. Anticipándome a esta estación venidera, dejadme desearos a todos y a cada uno de vosotros  buen invierno.
La nieve preciosa, rellenando el cielo y la tierra debajo,
en los tejados de las casas, en la calle, en la cabeza de la gente que conoces,
bailando, flirteando al compás.

Oh! la nieve, la nieve preciosa.
Como los copos se juntan y ríen mientras se van, girando hasta enloquecer de diversión,
juegan con el regocijo de todos, persiguiéndose, riendo, apresurándose.

Ilumina la cara y chisporrotea los ojos.
Incluso los perros con un ladrido o un brinco quiebran los cristales que se forman.
La ciudad está viva y su corazón reluciente para dar la bienvenida a una nieve preciosa.

Está ocurriendo señores, digan hola a los copos.








viernes, 18 de diciembre de 2009

"The Pacific", en marzo


¿Será tan buena como "Hermanos de sangre"? Ojalá. Pero, sin duda, es una gran noticia que Canal+ la estrene el 15 de marzo, a la vez que la HBO. Por primera vez en la historia de la televisión, dos canales harán que coincida el estreno de una serie.

Se trata de una producción bélica de Steven Spielberg y Tom Hanks y está considerada la sucesora de la extraordinaria serie "Hermanos de sangre". Se emitirá simultáneamente en EE.UU. y en España, doblada al castellano.
Es una buena noticia. Y estoy deseando verla. Si se parece a su antecesora, estoy segura de que estamos ante un gran producto. Diez horas de buen cine. Lo estoy deseando. 
Vía: Plus.es

jueves, 17 de diciembre de 2009

...¿Y las chicas?

Las actrices más atractivas de la televisión.
No están todas las que son y etc., etc., pero en vista de que casi todos mis pocos lectores son chicos y hoy no tengo tiempo de escribir nada, os pongo un puñadito de chicas de serie para ver cuál es gusta más. Y no vale sólo por guapa.
De todas éstas yo me quedo con... Kate, sin duda.
¿Vosotros?


lunes, 14 de diciembre de 2009

En mañanas como ésta...


...tengo la sensación de estar en el lugar equivocado. Totalmente. Que esté nevando y yo esté viendo una persiana gris que no puede subirse porque, si se sube, refleja en la pantalla de mi compañero va contranatura. Si nieva, hay que ver nevar. Pero no sólo eso, también tengo la sensación de estar en un lugar equivocado cuando veo un telediario y tratan una nevada el día 14 de diciembre como un exotismo. Nieva y es normal que nieve venga de dónde venga esa nieve: de un frente siberiano o del viento frío de las Azores. Qué más da. Nos hemos acostumbrado a vivir sin clima: no queremos pasar frío en invierno ni calor en verano, y eso creo que nos hace blandos. Ayer, viendo la estupenda "Hermanos de sangre", con la compañía sufriendo en los bosques nevados de Bastoña, sin ropa de invierno, casi sin alimentos y cercados por nazis, además de reconocer su valía pensé que hoy ya no hay hombres capaz de llevar a cabo esas hazañas. Honremos su valor.

Hoy, al amanecer, he deseado otro lugar, con más nieve. Escuchar otras voces que no hablaran de crisis, ni de Berlusconi, ni de este falso temporal que se resume en dos copos y tres atascos. Habría preferido las palabras de Chris: "Aquí Chris de la mañana, en la K-OSO, emisora de la cadena de comunicaciones Minnifield. Vamos a hablar del tiempo. Hace frío chicos, un frío helador, ese frío que hiela el espíritu a cualquier muchacho o le convierte en acero. Por cierto, esta mañana encontré un guante de hombre en la acera delante del estudio, es de la mano derecha. Se que por ahí andará su compañero y su dueño muerto de frío, deseando recuperarlo. Recordando "Lo que el viento se llevó"... 
Y sigue, y sigue, pero el post sería demasiado largo y yo me pondría a hablar de "Lo que el viento se llevó" y jamás acabaría.

En fin,  celebremos la nieve (aunque sí, también creo que está sobrevalorada –para lo bueno y para lo malo–, sobre todo por aquellos que jamás han sufrido sus inclemencias). 

sábado, 12 de diciembre de 2009

Espérame en el cielo


La primera nieve del invierno trajo a su vida, tan apagada, la luz del recuerdo. Miraba por la ventana mientras recolocaba su moño blanco con unas hermosas peinetas de nácar: la apacible blancura del paisaje se le antojaba perfecta, límpida, como una cama recién hecha con sábanas de hilo cuidadosamente bordadas. Los copos caían lentos, caprichosos, dejándose mecer por el aliento perezoso y negro de las chimeneas.
El fondo verde de los pinos, el cielo preñado, como si quisiera desplomarse sobre los tejados a medio cubrir, las pisadas de las vecinas que habían bajado a por el pan, el ladrido lejano de un perro, el viento caprichoso envolviendo las copas de los árboles y aullando tímidamente, como si quisiera escaparse, componían una postal que la llevaban a otros tiempos más felices, a días sin soledad.
A días de pan y risas, de batallas de bolas de nieve, de niños alborotando la casa, a días de escuela, de gripe con el pequeño, de no parar, de no comer, de remendar, coser y zurcir, de recoger, peinar, cocinar... A días de compartir. De jugar con sus hijos. De hablar con él. Él, que se había ido hacía ya cinco años, una tibia madrugada de mayo, cuando su corazón, cansado de latir, le dijo adiós para siempre en la cama que habían compartido durante más de sesenta años.
Un escalofrío recorrió su espalda y se agarró con fuerza a su toquilla de lana, como si quisiera abrazarse.
Miraba... y recordaba las largas noches de invierno. Sus cinco hijos dormidos en las alcobas y ellos acurrucados bajo la colcha de lana que tejió el invierno que estaba encinta de su hijo José Antonio. Y la nieve, implacable, cayendo despaciosa sobre el alféizar de la ventana al amanecer, cuando los primeros rayos de luz se escapaban perezosos entre las nubes cargadas de frío, entre las montañas coronadas de blanco.
Las lágrimas humedecieron sus ojos apagados, agotados de tanto mirar. Había vivido más de ochenta veces el mes de enero, pero nunca el frío había calado tanto en su piel, jamás había temblado como temblaba ahora.
La leña ardía alegre y chispeante en la chimenea. Y, por un instante, albergó en su alma la vana ilusión de verlo sentado junto al fuego, con su cigarrillo en la boca, canturreando, con uno de los niños sentado en sus rodillas.   
Y rompió a llorar de pena al recordar su voz y sus brazos, tan fuertes, tan poderosos. Sabía que ni hijos ni nietos, aunque aliviaban su ausencia, podrían tapar su hueco jamás, el vacío que había dejado en su alma.
Y rompió a llorar de alegría por todo lo vivido, por haber sentido el amor, la dicha, el trabajo, la familia.
Sentía su corazón cansado de andar pero reconfortado, pues albergaba la esperanza de que un día, no muy lejano, sus manos se volverían a entrelazar en un abrazo eterno, sin prisas, sin frío, sin final.

viernes, 11 de diciembre de 2009

La grandeza de "Los Soprano"

No sé exactamente por qué "Los Soprano" es tan buena, pero tengo una ligera sospecha. Además de por cómo está hecha, los personajes y todo eso, hay algo de "Los Soprano" que trasciende. Me explico. No es una serie de una familia mafiosa; es eso y es más. Y en ese más está todo lo que no tienen las demás. A ver, si Tony en dos minutos con su psiquiatra habla de todo esto:
1. Soy un buen tío, tengo mi parte buena a pesar de dedicarme a lo que me dedico (ya hemos hablado aquí de esto. Todos tenemos parte buena y mala, el ying y el yang y todo eso. Ya lo dice Chris Stevens en "Doctor en Alaska", ya lo ejemplifica Tony)
2. En la vida "hay algo más" (¿?... ¿algo no sensorial?, ¿no tangible...?). ¿El qué? Que cada cual elucubre.
3. La relación con la madre. Ése no despegarnos. Esa unión eterna. Además, muy bien contado, con la metáfora del bus. Es genial. Es así pero nos rebelamos, ¿por qué no seguir nuestro camino?, ¿por qué estar intentando continuamente volver al vientre materno? Y si tienes  una madre normal, vaya; pero si tu madre es la de Tony... ¡prepárate!
Todo esto en dos minutos, en una conversación que en la serie es una más.
De fondo, lo que la doctora desea a Tony, su secreto –esa violación no contada, que Tony habría vengado gustoso–, lo seducido que Tony se siente por ella, las estupendas piernas de la doctora... Ver a todo un capo desnudo de caretas, entregado a su verdad....
En fin, que me encanta. Ahí va, para los que no os acordéis del momento:

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Algo sobre Tony Soprano


Últimamente, estoy "reviendo" "Los Soprano" porque mi hermana los está viendo ahora. Y yo me apunto encantada. Y entre las muchas conversaciones que esta serie suscita, hay una que nos ocupa y preocupa: el encanto de Tony Soprano. Veamos. Tony es un gángster. Un delincuente. Con una mano sujeta el móvil por el que manda a matar y con la otra le da la vuelta a las chuletas en la barbacoa familiar. Es un buen padre (creo) y podría ser un buen marido (no sé exactamente qué quiero decir con esto) si no le perdieran tanto las faldas. Pero él es así. Tony encarna en su oronda figura lo bueno y lo malo del ser humano –y en ambos extremos somos capaces de empatizar, no es más delincuente que otros no considerados gánsters en esta sociedad, ya me entendéis–. Es difícil hablar de un personaje tan complejo en sólo unas líneas. Porque Tony tiene un proceso que desgrana con ayuda del psicoanálisis y que tiene que ver con la relación con su madre (quizá eso también lo lleve a ser como es con las mujeres).
Tony no es guapo, pero es atractivo. ¿Por qué? ¿Todas las mujeres que vemos cierto atractivo en Tony –y somos muchas– estamos enfermas? No, no lo creo. Hay un lado encantador dentro de este cabroncete gordo: una espalda ancha, poderosa, las manos fuertes, su lado homersimpsoniano (horas de tele con palomitas y cerveza o coca-cola, su adicción a la nevera, salir a por el periódico en albornoz, es un voraz comiendo), su sentido de la lealtad... y, por qué no, vivir al límite, fuera de la ley, lo que le da a la aburrida vida familiar de jardín y patos en la piscina la chispa que le falta a lo cotidiano. Un marido como Tony Soprano es mucho mejor (así, en frío, sin pensar en las consecuencias) que un funcionario (con todos mis respetos a los funcionarios) hastiado que no te dé ni un problema, que un encorbatado director de una sucursal bancaria. Además, Tony es ocurrente y es divertido. Muy divertido. ¿Quién se apunta a ver un partido y a tomarse unas birras con Tony? Todo el mundo. Y lo mejor: la sonrisa. Tiene una sonrisa del niño que no fue (por culpa de la madre) atrapada en un peligroso corpachón de capo del crimen organizado. Y esa contradicción es genial.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Desde el callejón


Como cada noche a esas horas, Sara, la oronda camarera del “Track Café”, había salido a darle algo de comer. Un plato caliente que reconfortaba su cuerpo y lo reconciliaba de nuevo con el mundo. En el callejón se oía una dulce música de vals y él imaginaba que alguna pareja de enamorados bailaba al son de sus delicadas notas, abrazada con ternura.
La noche era fría, pero él ya tenía su rincón. Llevaba años durmiendo allí, con su cama de cartones estratégicamente colocada sobre las tuberías de la calefacción del “Track Café”. Por el día, iba al comedor de la parroquia del barrio, pero sólo pisaba el albergue para asearse un par de veces por semana. No quiería ni oír hablar de la posibilidad de dormir allí. No quería normas ni horarios. Era un vagabundo, no un preso. Y, además, le gustaba vivir la noche, “su” noche. Conocía a la gente del barrio y disfrutaba observándola. Su callejón era un buen lugar para hacerlo. Al caer la tarde, pasaban por allí almas solitarias, amantes clandestinos y señoronas en busca de amor, con la tristeza camuflada en carmín y cuellos de visón, que buscaban calor y consuelo en el “Track Café”, un local de esos que ya no quedan, con sillones de escay y mil historias de desamor y soledad en sus paredes.
Casi nadie reparaba en él. Se habían acostumbrado a verlo allí, sentado, fumando un pitillo, leyendo o fingiendo que leía. Era parte del paisaje. Pero él lo veía todo y lo sabía casi todo. Había visto a Inma, la de la panadería, la que le regalaba deliciosas magdalenas, llorar desconsolada por Ángel, el de la administración de loterías, a quien amaba con locura y quien, a pesar de las promesas, no se había separado de Juana, esa señora rubia y simpática que cogía el autobús a las siete y cuarto de la mañana para ir a trabajar al otro lado de la ciudad. Había visto a Lorenzo, el del quiosco de prensa, salir tambaleándose del “Track Café”, borracho como una cuba, a las tantas de la madrugada, sin ganas de volver a casa, deprimido y hastiado de soledad y frío desde aquella triste Navidad en que un cáncer se llevó la vida de Rita, su guapa mujer, aquella señora tan buena que lo invitaba a cenar cada Nochebuena con ellos, que le daba ropa de Lorenzo y que le bajaba termos de café caliente en las mañanas de invierno. Sabía que Julián, el que vivía en el número 3, engañaba a su novia con Ana, la de la peluquería de la esquina, y que Ana, en realidad, estaba enamorada de Mario, el dueño del “Track Café”, del local de la peluquería y de la panadería, un hombre alto, engominado y con traje. Un “triunfador” hombre de negocios al que Sara había tenido que llevar más de una noche a casa porque le gustaba demasiado el whisky.
Aquella noche, como tantas otras, al recostarse sobre sus cartones y taparse con la manta que le había regalado Rita unas semanas antes de morir, volvió a sentirse tan afortunado como solo. El vals seguía sonando a lo lejos, cálido y envolvente como la sopa que le había dado Sara para cenar; los enamorados, seguramente, seguirían abrazados tras alguna de aquellas ventanas en las que se veía luz. Y él, dueño absoluto de su vida y sus sueños, se durmió imaginando que eran Sara y él quienes protagonizaban aquel baile en un lujoso salón con paredes de viento y techo abierto a la pálida luna de diciembre.

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sábado, 5 de diciembre de 2009

El entierro


El día del entierro de su marido, Luisa se mostró triste, pero íntegra. Con un vestido negro, un moño alto y unas enormes gafas de sol, representaba a la perfección el papel que esa tarde tenía que representar. Seria y agradecida, recibió el pésame de toda la comitiva, de los amigos y todos los compañeros de bufete de Mariano: “Es una lástima... Tan joven...”, decían unos. “Era un buen hombre y un excelente abogado”, soltaban entre suspiros otros. “Cómo lo sentimos”, se despidieron los Aliaga. “Llámanos para lo que sea”, dijeron los Jiménez mientras apretaban sus manos. “Hija, estamos aquí para lo que necesites”, dijeron sus suegros, y la abrazaron abatidos. Recibidas las condolencias y escuchadas las mentiras –sabía que no podría llamar a los Jiménez para lo que fuera, que sus suegros no estarían para lo que necesitara y que Mariano no había sido un buen hombre–, Luisa cogió de la mano a su hijo Iván y emprendió con él el camino a casa.
La tarde, propia de una primavera temprana, empezó a cubrise de gris. El viento arrastraba los primeros aromas de un renacer que se auguraba esplendoroso. Una suave pelusa de pólenes se arremolinaba en las aceras y provocaba un cosquilleo insoportable en la nariz preadolescente de Iván, huérfano de padre con tan sólo trece años. El niño a duras penas aguantaba el molesto picor en la cara y necesitaba estornudar, rascarse... pero no quería, por nada del mundo, soltar la mano de su madre, romper el silencio que la rodeaba, interrumpir sus acompasados y firmes pasos. Las fuerzas de la naturaleza quebrantaron la voluntad de Iván y al chico se le “escapó” un sonoro estornudo que ni siquiera fue capaz de silenciar o contener poniendo su mano izquierda, la que tenía libre, en la boca. Iván levantó la vista y miró la cara de su madre, a la espera de un gesto que pudiera delatar su estado de ánimo. Y entonces, por primera vez en años, la vio llorar. Luisa lloraba en silencio, y ahora sí de verdad, apretando con fuerza la mano de su hijo. Pero sus lágrimas no eran amargas, tampoco eran alegres. Luisa lloraba confundida porque no sabía cómo se sentía.
Cinco años atrás, cuando a su marido le dio el infarto, con tan sólo 40, no se separó de la cabecera de su cama, y en los momentos en que su vida corrió peligro, sintió por primera vez lo que sentía el día de su entierro: alivio y culpa, culpa por el alivio.
Iván miraba complacido las lágrimas de su madre. Sabía que necesitaba llorar, ya que llevaba mucho tiempo acallando el llanto, asfixiando el dolor, camuflándolo a golpes de maquillaje y fúnebres gafas de sol. Aunque fingía dormir, Iván vivía cada noche una pesadilla de gritos y ruidos y temor. Sabía que su madre estaba paralizada por el miedo y por las amenazas de separarla de él si pedía el divorcio, por eso ahogaba su tristeza y aguantaba sin chistar. Habría soportado cualquier cosa con tal de verlo crecer.
Iván también sabía que ahora callaría él, y callaría para siempre. Noches atrás, poco antes de que a su padre le diera el infarto que acabó con su vida, él abrió sus tres botes de cápsulas. Con sus manitas, separó las dos partes de cada pastilla y manipuló, mezcló y recolocó a su antojo las dosis de polvito de cada una de ellas. Una por una. A nadie le sorprendió que Mariano muriera de un infarto. Estaba delicado del corazón desde que sufrió el primero.
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viernes, 4 de diciembre de 2009

¿Antena 3 hace una de vampiros?

No salgo de mi asombro. Leo la noticia y me echo a temblar. Vale, no tengo fe en la ficción española, ¿y qué? Pero es que los antecedentes hablan por sí solos. No hay ni una serie española, ni una, que despierte en mí ningún interés. Las que arrasan (en plan "La Señora") son tontas y burdas. Con personajes planitos, sin conflicto, ni crecen ni disminuyen. Con villanos de poco peso y galanes con menos carisma que un pan sin sal. No hablemos de ellas, por dios, que tienen la misma cara para sonreír que en el entierro de su padre. Alucinante. Ahora, Antena 3 se apunta a la moda vampírica y dice que hará una serie de vampiros con historia de amor y esas cosas. Es decir, algo que ha sido mil veces contado, y muy bien contado. No sé muy bien cómo piensan innovar (no confío en el elenco, ya imagino a Miguel Ángel Silvestre –sin recursos ni registros– mordisqueando a la insulsa Amaya Salamanca –con su eterna mueca–), ya pueden inventarse algún vampiro cachondón y moverlo por un mundo con personajes de interés. Tienen buenos referentes, sobre todo en "True Blood", pero no conseguirán más que –al igual que con Doctor Mateo (Doctor en Alaska), Hospital Central (Urgencias)– una vulgar copia. Me apuesto la yugular, sobre todo si andan por ahí sueltos Bill o Eric:

jueves, 3 de diciembre de 2009

Futboleando


"Buscando a Eric" es una película genial. No sé si sabéis de qué va. A grandes rasgos y sin fastidiarle la peli a nadie que no la haya visto: un tipo con una vida bastante miserable y deprimente tiene un héroe: Eric Cantona, jugador del Manchester. Al tipo no le vienen las cosas muy de cara, pero Cantona irrumpe en su vida (se sale del póster) y le echa una mano tirando de su, a veces dudosa, filosofía y concepto de la vida, el juego, la superación, la venganza, la justicia...
Bien, la peli me gustó. Me pareció muy original. Pero lo que más me gustó es cómo Ken Loach (sí,  parece mentira) recoge el rugido de un campo de fútbol y lo lleva a las salas de cine. El grito, la pasión, la victoria, el estupor, los nervios, esa emoción incontenida, miles de almas gritanto gracias a un movimiento efímero, de segundos, rápido, inteligente, lleno de fuerza y, lo que es más grande, nacido de un hombre, no de un dios. Dijo un sabio que el fútbol es el circo de nuestros días y también el teatro, porque contiene drama. El fútbol sin drama no existe. Si no te fastidia perder, si no te alegra ganar... el fútbol no es nada. Y lo comparto.
No voy a caer en la tentación de decir aquí cuál es el equipo de mis amores y mis dolores, pero sí de la necesidad de tener héroes. Y los futbolistas –algunos– son los héroes de nuestros días. De niño, uno necesita superhéroes –modelos que no son de nuestra familia, no son nuestros padres, un refugio íntimo, nuestro, donde uno se esconde cuando lee un cómic, un cuento y fantasea–. Necesitamos admirar sus valores: valentía, pundonor, sentido de la justicia. De mayores, necesitamos héroes, un refugio para salir de la oficina con la mente, poner un gol en youtube y elevarnos durante dos minutos... Y, sobre todo, necesitamos héroes para recuperar la infancia y, durante 90 minutos, volver al patio del colegio.
Por eso, hablar de fútbol y juntarlo con la política o/y el dinero es una vulgaridad. El fútbol es el patio, la rivalidad, los nervios en el estómago, un grito espontáneo, la victoria, la derrota y la frustración. Sentimientos, todos ellos, necesarios. El fútbol es un juego de héroes, la colección de cromos.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

De entre todas, la mejor


Supongo que el primer puesto es indiscutible. "Los Soprano" es la mejor serie de la década. Me lo creo, la verdad. Es una serie absolutamente genial. Es inteligente, tiene un gran guión, está bien hecha y los personajes gustan. Además, es divertida, entretenida y tiene ese poder de atracción que tiene todo lo "cinematográficamente mafioso", es decir, hay cierto placer estético hacia la cosa nostra. La culpa es del cine. "The Shield" también está muy bien situada. Y "Mad men" ocupa un dudoso sexto puesto. Creo que debería estar más arriba, al igual que "Perdidos", aunque sólo sea por lo original de su planteamiento. Pero, claro, para saber cuáles son las diez mejores debería haber visto todas, y no es así. Aunque puedo asegurar que sí he visto unas cuantas. Y he de decir que, independientemente de mis gustos personales, echo de menos en el top ten algún "C.S.I." (Las Vegas creo que es el mejor), aunque es una serie que nunca llegó a engancharme, a pesar de su incuestionable calidad. También, quizá, "Urgencias". Y "True Blood", aunque reconozco que eso no es objetivo.
Aunque, sobre todo, me parece aberrante que no esté "The Wire", porque es una gran serie. Cada vez que veo un capítulo me parece mejor hecha, muy bien pensada. Eso sí, "The Wire" es una serie que hay que ver poco a poco, como "Los Soprano": es densa, está cargada de contenido y significado. Y también es emocionante, y a veces hasta tierna.
Sí, en este top ten, definitivamente, echo de menos a Jimmy McNulty y sus chicos, sus escuchas y sus larguísimos y complejos casos. Para mí, sin duda, está entre las cinco primeras. Imagino que a la HBO (también creadora de "Los Soprano") no le compensará este humilde post en este pequeño blog, pero es mi discreto homenaje a una serie que, con un planteamiento tradicional –polis, ladrones, buenos, malos, detective atormentado y bebedor–, es absolutamente innovadora.

martes, 1 de diciembre de 2009

El fin de todas las cosas


Clara no se esperaba que Guillermo fuera a dejarla. Se habían conocido tres años atrás una noche en un bar. Después de dos encuentros más se habían enamorado y se casaron un año después. Todo parecía irles bien. Incluso habían hablado de hijos. Estaban llenos de ilusión y proyectos. Se querían, se divertían. Eran felices. Pero un buen día, cuando Clara llegó de trabajar, se encontró una nota de despedida encima de la mesa y el armario de su marido vacío. Guillermo se había ido. La había abandonado. Y a ella el mundo se le cayó encima.
"Clara: esto tiene que acabarse. Me marcho. No me busques ni me llames. No intentes encontrarme. Quédate la casa. Yo me llevo el coche. No necesito nada más. No quiero volver a verte. Perdona la cobardía. Espero que algún día puedas perdonarme. Guillermo". Así ponía el que había sido su marido fin a su relación. Clara quería morirse. No sabía qué hacer con tanta soledad, con tanto dolor. Y, lo peor de todo, no sabía por qué se habían despedido con un beso por la mañana y por la tarde él se había ido de casa. Estaba abatida, rota.
Los días iban pasando y, aunque la tristeza y la melancolía presidían cada uno de sus actos, desde ponerse un café hasta doblar unos calcetines, fue reponiéndose. Era una mujer fuerte y se sentía en la obligación de levantar el ánimo.
Decidió recuperar algunas amistades y empezar a hacer vida social: cine, una cena, café con una amiga... Y sus nostalgias fueron convirtiéndose en reproches. Su amor, en odio. Sí, odiaba a Guillermo por haberla dejado. Por haberle mentido. "Uno no deja a la persona que ama", se dijo mientras rompía las fotos de su luna de miel.
Se acabó el invierno y llegó la primavera. Y con ella, los paseos, las terracitas... La vida bajo el sol. Clara renovó su armario, se cortó el pelo y se prometió a sí misma que se había acabado la tristeza. Pero el destino, caprichoso, quiso para ella algo distinto.
Aquel sábado amaneció soleado. Optimista, Clara decidió irse de compras. Cuando bajó al parking del centro comercial, cargada de bolsas, vio perpleja cómo frente a su nuevo coche una mujer, que a ella le pareció bastante joven y atractiva, aparcaba su antiguo vehículo, el que se había llevado Guillermo. Clara no pudo contener la ira: "Ahora lo entiendo todo. Me dejó por ti, no tenéis vergüenza. Lo sabía, dile que lo odio, lo odio con todas mis fuerzas", gritó fuera de sí a la mujer.
“Señora, qué dice. Está loca. De qué demonios está hablando”, dijo la joven sin salir de su asombro. “No disimules, ése es el coche de mi marido. Lo reconozco, yo lo compré con él. Él se marchó de casa hace meses para irse contigo”, lloraba y gritaba Clara sin consuelo.
“Señora, lo siento, creo que está equivocada. Yo no estoy con ningún hombre. Soy estudiante de enfermería y me saco algún dinero cuidando a personas que están solas en los hospitales, acompañándolas por las noches. El señor Guillermo respondió a mi anuncio en el hospital y cuidé de él durante los últimos días de su vida, por eso me regaló su coche. Era un buen hombre. Cuando le diagnosticaron su enfermedad y le dijeron que era terminal, no quiso que ninguna persona de las que amaba sufriera esa agonía con él. Murió a finales de enero. Usted debe de ser Clara, ¿verdad? No imagina cuánto la quería. No podía dejar de hablar de usted. Murió abrazado a su foto".
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El fin de todas las cosas by Luisa Tomás is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.