El blog de Luisa Tomás

El blog de Luisa Tomás

martes, 29 de octubre de 2013

Retoñar en octubre

Lo mejor de octubre son las plantas que retoñan, las flores que se abren a la vida cuando los días parecen abocados a la oscuridad invernal. Lejos del tópico de las primaveras y sus alegrías, reivindico el derecho a renacer en otoño, el de las plantas y el de las gentes. Y el mío propio, cosa que celebro cada 29 de octubre.

Quizá sea más sencillo rendirse a la evidencia del paso del tiempo, protegerse de las inclemencias que la vida ofrece allá fuera, excusarse en el temprano atardecer y la lluvia para guarecerse en el tramposo calor del hogar. Pero no nos engañemos: no se trata de respirar, se trata de vivir. Con sus riesgos y sus caídas. Y estas lluvias y estos grises, con sus claros, también invitan a ello.

No envidio el dolor que tenía mi madre tal día como hoy de 1976, y no escribo esto esta mañana para agradecer a mis progenitores que me dieran la vida, puesto que les agradezco mucho más que me dieran la libertad. Junto a ella camino y con mi libertad me equivoco. Y las dos hemos hollado caminos apasionantes, con la misma cantidad de tropiezos que de premios. Elegí, acerté y erré. Velé en largas noches de infiernos porque antes las tuve de gozo. Probé las gotas amargas porque antes me emborraché de mieles. Y ahora que las canas y algún gesto delatan que dejé atrás los 30, me asomo a esta parte del sendero con las mismas ganas e idéntico miedo ilusionante que cuando puse el pie en Madrid hace más de dos décadas para hacer no sé qué de buscarme la vida, estudiar y demás requisitos de obligado cumplimiento para no quedarme fuera (ya nos entendemos). Aún no había cumplido catorce. Y ese día supe que era el fin de mi infancia.

Y a ella vuelvo hoy, a través del tiempo y del espacio, viajando al lugar en el que la viví. Y en el alma resonando Machado.

Con la última herida sanada y el corazón en un suspiro, amando a lo ancho. Con la sabiduría de saber que este tiempo material que nos gobierna es una ficción y en lo único que deja huella es en la piel. Sí, en la mía también.


"Nada es la edad. La primavera está en el alma y la de usted florecerá en su otoño. Además, yo amo el otoño de la mujer tanto -o más- como su primavera".
Eso le escribió Juan Ramón Jiménez a una tal Luisa.





No, la foto no es de marzo. Es de octubre. Y así me felicitan los geranios de mi terraza.

jueves, 10 de octubre de 2013

Delito

Llevaba un tiempo sin ver a la prima Milagros. Pero el entierro de mi tía Juana, su madre, volvió a cruzar nuestras vidas. A pesar de las circunstancias y el ambiente (con el componente de drama que siempre tienen los funerales en el pueblo), el renovado aspecto de mi prima, la recatada, la pobre mojigata, la gordita del pueblo, me impactó. Y hasta me gustó.

La tía Juana enviudó siendo joven y Milagros había sido la única compañía de su madre, que la sometió a una durísima disciplina: nada de salir, nada de bares, nada de chicos, nada de ir al instituto a la ciudad, nada de nada de nada. Vida austera. Casi ermitaña. Recogimiento, costura y limpieza: un día los cristales, otro las cortinas... Con la única ilusión que le despertaban los artificiales galanes de las telenovelas de sobremesa y la única sexualidad clandestina y solitaria –que a ella se le antojaba pecaminosa– de soñar con ellos en la desolada blancura encalada de su cuarto. Y así durante años. Los años que había durado la juventud de Milagros, quien ahora contaba ya con una cifra cercana a los 40.

Milagros nunca había ido bien vestida, ni arreglada, ni había sido coqueta, pero aquel día, en el entierro de su madre, sobrecogió a todos con un imponente traje negro entallado, medias con costura, elevadísimos tacones, moño bajo adornado con peinetas y joyas. Muchas joyas.

El entierro pasó sin pena ni gloria. Pocas lágrimas. Poca gente. Ningún drama. A nadie del pueblo sorprendió que Juana, ya entrada en años, hubiera muerto apaciblemente en su cama, puesto que la habían visto ir degenerando en los últimos cuatro años, los mismos en los que su hija fue modelando su figura, sus maneras, su aspecto... y su vida, ya que hasta tenía carnet de conducir y coche propio. Además, según Josefa, la vecina, la existencia de Milagros había empezado a ser un misterio. A diario, Milagros dejaba en cama a su madre a las ocho de la tarde y con su coche se iba a la ciudad. Nadie sabía a qué.

Ese día, el mismo en que su madre había recibido cristiana sepultura, tras fingidos pésames y atender a familiares y falsos amigos, mi prima me dijo que tenía que irse a la ciudad y que, si quería, podía quedarme a dormir en el pueblo. Acepté la oferta con la única e insana intención de seguirla y saber qué secretos la envolvían.

Antes de llegar a la ciudad, un juego de luces mortecinas y bombillas, unas fundidas otras parpadeantes, rodeaban el nombre del "Club Sueños”. El intermitente del moderno utilitario de mi prima señaló que iba a tomar ese desvío. Dejé pasar el tiempo conveniente y, con un valor pudoroso y cierto nerviosismo, me atreví a entrar a aquel lóbrego local, con olor a whisky barato y pachulí. En él, Milagros, sobre un pequeño escenario, dejaba de ser la mujer que su madre había construido y cambiaba su nombre por el de “Delito”, toda una “mujer fatal” que se contoneaba con destreza y apenas ropa en torno a una barra vertical.

No me sorprendió: tanta represión había dado sus frutos.


Lo que sí me habría sorprendido, de haber llegado a saberlo, o siquiera a sospecharlo, es que fue la propia Milagros la que, gota a gota, fue envenenando –en cada amoroso puré que le preparó– la vida de su madre hasta verla expirar.