El blog de Luisa Tomás

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miércoles, 26 de marzo de 2014

Raimundo


Raimundo no había viajado nunca en avión, pero tenía un huerto que daba tomates en septiembre y fresas en primavera. También tenía un nogal en la puerta de casa y una tumbona. Allí pasaba las tardes de verano con Cirilo y Darío, sus amigos de siempre. Sus compinches de cartas. Raimundo no conocía el mar, pero paseaba a diario por el monte y tenía lumbre en enero y sombra en agosto, y un retrato de él y su mujer, Leonor, que llevaba siempre consigo, en su cartera. Una de esas carteras que amenazan con desbordarse, repletas de papeles y resguardos, sujetas con una goma.

Raimundo echaba de menos a Leonor cada día, cada hora, cada minuto, pero sabía vivir solo y tenía la esperanza tranquila de que algún día se reuniría con ella en ese cielo que miraba a diario al amanecer y que le decía si llovería o nevaría, si era tiempo de sembrar habas o de recoger patatas.

Raimundo iba a misa los domingos, a jugar la partida los sábados y a cenar con Cirilo, también viudo, a casa de Darío y Sofía los viernes por la noche. El resto de la semana la dedicaba a sus cosas. No se aburría jamás.

Hablaba con sus hijos una vez de cuando en cuando. Los chicos iban muy poco al pueblo y él lo comprendía, como ellos comprendían que para él la ciudad fuera una cárcel. Además, desde que faltaba Leonor, la familia no era lo que fue, “cada uno con su vida”, solía decir él con una sonrisa amable cuando alguien del pueblo, no sin cierta picardía, le preguntaba por Tomás o Raimundito.

El 20 de febrero, Raimundo se levantó a las siete, como todas las mañanas, abrió la ventana y miró al cielo. El día se desperezaba tímido. Tras los montes, asomaba el primer rayo de sol, que invadía un cielo limpio y frío. Raimundo contemplaba cada amanecer como si fuera el primero, o quizá el último, pero algo raro sucedía esa mañana. Sentía un dolor punzante en el pecho que le impedía respirar con normalidad. Ya había sentido ese dolor más veces, pero nunca con tanta intensidad. Meses atrás, don Desiderio, el médico del pueblo, le había puesto nombre a su dolencia y le había dicho que debía ingresar en el hospital. “Antes la muerte, don Desiderio”, dijo orgulloso Raimundo mientras apretaba entre sus manos su boina.

Raimundo sabía que el final estaba cerca, pero no tenía miedo. Repasando sus días, apoyado en su vieja ventana de madera, se sintió satisfecho y feliz. No sentía que la suya hubiera sido una existencia de privaciones y no lamentaba nada de lo que había hecho o había dejado de hacer. Salvo una cosa: ver el mar.

Y no iba a resignarse.

A duras penas se vistió y, a las ocho, estaba en la plaza del pueblo esperando el autobús de línea que lo llevaría a la capital de provincia. Allí, con un dolor que parecía querer abrirle en dos, pero con una inmensa sonrisa y su gorra entre sus nervudos dedos, preguntó hasta dar con la ventanilla donde sacaría el billete para viajar a Valencia en autobús.

Raimundo pasó todo el viaje sujetando su corazón, que parecía querer escaparse, con su mano derecha bajo la chaqueta de pana.

Y llegó a Valencia. Y vio el mar. Y se sentó a dejarse acunar por su incansable vaivén mientras frotaba su agotado pecho con la ajada foto de Leonor.
Así lo encontraron la mañana siguiente los servicios de limpieza: con la foto entre su mano y su corazón, ya detenido, y una generosa sonrisa en su cara de cera.

viernes, 14 de marzo de 2014

Flores amarillas


8 de febrero de 1955. Diario de Mariano Barral, maestro de escuela.
“En las frías noches de invierno como ésta, cuando el sueño y el desvelo se abrazan, y el viento baja furioso de los montes, me pregunto qué será de Juan cuando Benita y yo faltemos. Quién mirará por él cuando las tormentas de verano golpeen los terrones de nuestras pobres tumbas y arrastren la arena lavada hacia la vereda.
Sólo Dios y yo sabemos del nudo que aprieta mi garganta cuando la chiquillería invade las calles del pueblo con sus gritos y sus juegos, al salir de la escuela, y mi Juan se queda sentado en la ventana, abrazado a su chaqueta, esperando que yo cierre la puerta del colegio para regresar a casa prendido de mi mano. Son esos atardeceres rojizos, con el cielo acariciando las montañas con delicadas nubes de fuego, y el alegre eco de los demás niños, los que más congoja y pesar me producen.
En primavera, a Juan le gusta que nos paremos por el camino a coger flores. Le encantan las amarillas. Despreocupado y feliz, tira su cartera al suelo y las busca con empeño. Corta sus tallos con cariño y las va abrazando con su mano, regordeta, hasta formar un ramillete que arroja sobre el regazo de su madre cuando llegamos y ella está esperando sentada en los escalones de nuestra puerta. Ése es mi momento favorito del día. Y de la vida: sus dos risas confundidas salpicadas de flores amarillas, como gotas de sol.
Ni me quejo ni le reprocho al destino que nuestro hijo sea distinto. Y mi Benita y yo lo amamos como sólo los padres saben amar. Tampoco me enfado cuando de la desatada boca de los muchachos del pueblo nace alguna sorna porque mi Juan no corre como ellos, no habla como ellos, no crece como ellos, no mira como ellos; la pubertad tiene esa insolencia que hay que saber perdonar.
Lo que de verdad inquieta mi agotado corazón es pensar en el mañana, en cómo va a tratar a mi hijo este mundo incierto, tan gris, tan desolado. Quién le ayudará a comer, quién despertará su inocente sonrisa. Quién aliviará sus pesadillas, ahuyentará sus miedos. Quién lo cogerá de la mano cuando el ocaso asesine inclemente al día”.

4 de abril de 1995

Ese día, después del desayuno, tocaba excursión por la sierra. Todo el grupo de internos de la residencia que tiene la fundación en la capital de provincia estaba entusiasmado. El autobús era una algarabía de cantos y bromas a las que el conductor y los monitores, Jesús y Ana, respondían con desenfado. Pero algo los preocupaba: el silencio de Juan Barral, quien, al llegar al pueblo, echó a andar sin más.
A una distancia prudencial, Ana seguía el paso decidido de Juan, que, despreocupado y feliz, como un muchacho, empezó a arrancar flores amarillas hasta formar dos ramilletes.
El hombre caminó hasta llegar al cerro que vigila al pueblo en el lado oeste y cuya cumbre corona el cementerio. Juan abrió las puertas, herrumbrosas y solas, y caminó hacia dos montoncitos de tierra que se elevaban al fondo sin más adorno que dos cruces con los nombres de Benita Moratín y Mariano Barral.
La tierra que cubría el cuerpo inerte de sus padres, la misma que lo vio nacer, recogió agradecida las flores amarillas de Juan y sus lágrimas, acompañadas por las de una desconsolada y emocionada Ana.







Dedicado a todos los que hacen del mundo un lugar mejor, a las flores amarillas.