El blog de Luisa Tomás

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lunes, 7 de diciembre de 2009

Desde el callejón


Como cada noche a esas horas, Sara, la oronda camarera del “Track Café”, había salido a darle algo de comer. Un plato caliente que reconfortaba su cuerpo y lo reconciliaba de nuevo con el mundo. En el callejón se oía una dulce música de vals y él imaginaba que alguna pareja de enamorados bailaba al son de sus delicadas notas, abrazada con ternura.
La noche era fría, pero él ya tenía su rincón. Llevaba años durmiendo allí, con su cama de cartones estratégicamente colocada sobre las tuberías de la calefacción del “Track Café”. Por el día, iba al comedor de la parroquia del barrio, pero sólo pisaba el albergue para asearse un par de veces por semana. No quiería ni oír hablar de la posibilidad de dormir allí. No quería normas ni horarios. Era un vagabundo, no un preso. Y, además, le gustaba vivir la noche, “su” noche. Conocía a la gente del barrio y disfrutaba observándola. Su callejón era un buen lugar para hacerlo. Al caer la tarde, pasaban por allí almas solitarias, amantes clandestinos y señoronas en busca de amor, con la tristeza camuflada en carmín y cuellos de visón, que buscaban calor y consuelo en el “Track Café”, un local de esos que ya no quedan, con sillones de escay y mil historias de desamor y soledad en sus paredes.
Casi nadie reparaba en él. Se habían acostumbrado a verlo allí, sentado, fumando un pitillo, leyendo o fingiendo que leía. Era parte del paisaje. Pero él lo veía todo y lo sabía casi todo. Había visto a Inma, la de la panadería, la que le regalaba deliciosas magdalenas, llorar desconsolada por Ángel, el de la administración de loterías, a quien amaba con locura y quien, a pesar de las promesas, no se había separado de Juana, esa señora rubia y simpática que cogía el autobús a las siete y cuarto de la mañana para ir a trabajar al otro lado de la ciudad. Había visto a Lorenzo, el del quiosco de prensa, salir tambaleándose del “Track Café”, borracho como una cuba, a las tantas de la madrugada, sin ganas de volver a casa, deprimido y hastiado de soledad y frío desde aquella triste Navidad en que un cáncer se llevó la vida de Rita, su guapa mujer, aquella señora tan buena que lo invitaba a cenar cada Nochebuena con ellos, que le daba ropa de Lorenzo y que le bajaba termos de café caliente en las mañanas de invierno. Sabía que Julián, el que vivía en el número 3, engañaba a su novia con Ana, la de la peluquería de la esquina, y que Ana, en realidad, estaba enamorada de Mario, el dueño del “Track Café”, del local de la peluquería y de la panadería, un hombre alto, engominado y con traje. Un “triunfador” hombre de negocios al que Sara había tenido que llevar más de una noche a casa porque le gustaba demasiado el whisky.
Aquella noche, como tantas otras, al recostarse sobre sus cartones y taparse con la manta que le había regalado Rita unas semanas antes de morir, volvió a sentirse tan afortunado como solo. El vals seguía sonando a lo lejos, cálido y envolvente como la sopa que le había dado Sara para cenar; los enamorados, seguramente, seguirían abrazados tras alguna de aquellas ventanas en las que se veía luz. Y él, dueño absoluto de su vida y sus sueños, se durmió imaginando que eran Sara y él quienes protagonizaban aquel baile en un lujoso salón con paredes de viento y techo abierto a la pálida luna de diciembre.

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2 comentarios:

  1. qué bonito!!!! me gustan mucho tus relatos, en serio, enhorabuena!

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  2. Gracias, iré poniendo alguno más.
    Muchas gracias

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