El blog de Luisa Tomás

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sábado, 5 de diciembre de 2009

El entierro


El día del entierro de su marido, Luisa se mostró triste, pero íntegra. Con un vestido negro, un moño alto y unas enormes gafas de sol, representaba a la perfección el papel que esa tarde tenía que representar. Seria y agradecida, recibió el pésame de toda la comitiva, de los amigos y todos los compañeros de bufete de Mariano: “Es una lástima... Tan joven...”, decían unos. “Era un buen hombre y un excelente abogado”, soltaban entre suspiros otros. “Cómo lo sentimos”, se despidieron los Aliaga. “Llámanos para lo que sea”, dijeron los Jiménez mientras apretaban sus manos. “Hija, estamos aquí para lo que necesites”, dijeron sus suegros, y la abrazaron abatidos. Recibidas las condolencias y escuchadas las mentiras –sabía que no podría llamar a los Jiménez para lo que fuera, que sus suegros no estarían para lo que necesitara y que Mariano no había sido un buen hombre–, Luisa cogió de la mano a su hijo Iván y emprendió con él el camino a casa.
La tarde, propia de una primavera temprana, empezó a cubrise de gris. El viento arrastraba los primeros aromas de un renacer que se auguraba esplendoroso. Una suave pelusa de pólenes se arremolinaba en las aceras y provocaba un cosquilleo insoportable en la nariz preadolescente de Iván, huérfano de padre con tan sólo trece años. El niño a duras penas aguantaba el molesto picor en la cara y necesitaba estornudar, rascarse... pero no quería, por nada del mundo, soltar la mano de su madre, romper el silencio que la rodeaba, interrumpir sus acompasados y firmes pasos. Las fuerzas de la naturaleza quebrantaron la voluntad de Iván y al chico se le “escapó” un sonoro estornudo que ni siquiera fue capaz de silenciar o contener poniendo su mano izquierda, la que tenía libre, en la boca. Iván levantó la vista y miró la cara de su madre, a la espera de un gesto que pudiera delatar su estado de ánimo. Y entonces, por primera vez en años, la vio llorar. Luisa lloraba en silencio, y ahora sí de verdad, apretando con fuerza la mano de su hijo. Pero sus lágrimas no eran amargas, tampoco eran alegres. Luisa lloraba confundida porque no sabía cómo se sentía.
Cinco años atrás, cuando a su marido le dio el infarto, con tan sólo 40, no se separó de la cabecera de su cama, y en los momentos en que su vida corrió peligro, sintió por primera vez lo que sentía el día de su entierro: alivio y culpa, culpa por el alivio.
Iván miraba complacido las lágrimas de su madre. Sabía que necesitaba llorar, ya que llevaba mucho tiempo acallando el llanto, asfixiando el dolor, camuflándolo a golpes de maquillaje y fúnebres gafas de sol. Aunque fingía dormir, Iván vivía cada noche una pesadilla de gritos y ruidos y temor. Sabía que su madre estaba paralizada por el miedo y por las amenazas de separarla de él si pedía el divorcio, por eso ahogaba su tristeza y aguantaba sin chistar. Habría soportado cualquier cosa con tal de verlo crecer.
Iván también sabía que ahora callaría él, y callaría para siempre. Noches atrás, poco antes de que a su padre le diera el infarto que acabó con su vida, él abrió sus tres botes de cápsulas. Con sus manitas, separó las dos partes de cada pastilla y manipuló, mezcló y recolocó a su antojo las dosis de polvito de cada una de ellas. Una por una. A nadie le sorprendió que Mariano muriera de un infarto. Estaba delicado del corazón desde que sufrió el primero.
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4 comentarios:

  1. Crudo a la par que real.
    Me gusta :)

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  2. Gracias.
    Es bienvenido tu comentario.

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  3. Crudo, pero improbable. No digo que no sea posible, pero lo enorme de tener un padre monstruoso es el miedo. Un miedo que te paraliza, que te hace insignificante. Sueñas con ser más grande y fuerte que él, pero no sirve. Nada sirve contra ese miedo.

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  4. No tiene por qué ser probable. Sólo posible. El miedo es la mayor prisión. Sólo venciéndolo uno es realmente libre.

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