El blog de Luisa Tomás

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martes, 29 de diciembre de 2009

Su escritor favorito

Me encantaría tener tiempo para  hablar de la segunda temporada de The Wire, que ya la he terminado, pero "cagón la Navidad" y en el mogollón de curro y en el "no paro en casa". Pues eso, que os calzo otro relato.



Su escritor favorito. Por Luisa Tomás
El domingo amaneció lluvioso, como todos los del último mes; como todos los de su alma. Rutina dominical, más plomiza que la laboral: chándal y paseo con el periódico bajo el brazo, cafetera a rebosar, croasán y dos horas de información escrita en el sofá de casa. Sola. Como todos los domingos.
La soledad huele a frío. Leyó esa frase y se le rompió el corazón. Así sentía ella la soledad, como frío, como frío de metal que corta y que duele, como hielo afilado. Y así se titulaba el artículo que ese día publicaba su escritor favorito, fiel a su cita del domingo. Devoró sus palabras con devoción. Para ella, esa página, la última del suplemento del periódico, era ya un espacio familiar, un rincón en el que refugiarse de la tristeza lluviosa de los domingos por la mañana, tan grises. Otra vez, volvió a llorar leyendo a su escritor favorito.
Había leído todas sus novelas, sus colecciones de cuentos, sus ensayos y hasta las traducciones que había hecho de obras de otros autores. Y, por supuesto, seguía con verdadera entrega su participación semanal en el suplemento del periódico. Acudía a las firmas de libros, a las presentaciones de sus novelas y a cualquier acto en el que él participara. Además, sin que él lo supiera, formaba parte de sus ensoñaciones eróticas, o más bien sentimentales; ya que si bien él no era un hombre que pudiera calificarse como irresistible físicamente, para ella tenía un atractivo muy poderoso que lo convertía en potencial pareja ideal. Eso, a pesar de arrastrar fama de soltero militante y convencido, de hombre altanero y poco dado a mostrar afectos y de tener 20 años más que ella.
Se sirvió otro café y empezó a hojear con desgana el periódico (aburrida realidad en blanco y negro). Las páginas de cultura despertaron su interés y sus ganas de ponerse un vestido bonito: la cara de su escritor favorito aparecía con una media sonrisa como uno de los protagonistas de un acto que invitaba a la promoción de la lectura y que se celebraba esa misma mañana de doce a dos. Cogió uno de los pocos libros de él que le quedaban sin firmar y en menos de una hora ya estaba haciendo cola para recibir de nuevo su dedicatoria, siempre tan clara, con pluma azul. Ella se ponía muy nerviosa al verlo, se quedaba anulada, muda, paralizada. Su presencia hacía que ella perdiera la capacidad de reacción, algo que lamentaba, porque se le ocurrían mil cosas que decirle sobre este o aquel personaje, sobre el final de tal novela, sobre las primeras líneas de aquella otra… “Hoy va a ser distinto”, se decía para sí. “Hoy me atreveré a hablar con él”. Cuando llegó su turno, sólo acertó a decir: “La última vez, me escribió usted una dedicatoria preciosa. Es para…”. Pero ella no llegó a decir su nombre, porque él la interrumpió: “No es fácil recordar qué te escribí aquella vez. Sois demasiados rostros, pero recuerdo bien el tuyo. A ver si la de hoy la supera”. Y ella enmudeció, no pudo decir nada más. Estrechó su mano y se fue apretando el libro contra su pecho. Al salir del meollo, se sentó en un banco y abrió ansiosa la novela para leer lo que él había escrito. Acompañadas de un número de teléfono, su elegante pluma azul había escrito estas palabras: “¿Querrás recordarme la dedicatoria que te escribí mientras cenamos?”.

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