El blog de Luisa Tomás

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sábado, 12 de diciembre de 2009

Espérame en el cielo


La primera nieve del invierno trajo a su vida, tan apagada, la luz del recuerdo. Miraba por la ventana mientras recolocaba su moño blanco con unas hermosas peinetas de nácar: la apacible blancura del paisaje se le antojaba perfecta, límpida, como una cama recién hecha con sábanas de hilo cuidadosamente bordadas. Los copos caían lentos, caprichosos, dejándose mecer por el aliento perezoso y negro de las chimeneas.
El fondo verde de los pinos, el cielo preñado, como si quisiera desplomarse sobre los tejados a medio cubrir, las pisadas de las vecinas que habían bajado a por el pan, el ladrido lejano de un perro, el viento caprichoso envolviendo las copas de los árboles y aullando tímidamente, como si quisiera escaparse, componían una postal que la llevaban a otros tiempos más felices, a días sin soledad.
A días de pan y risas, de batallas de bolas de nieve, de niños alborotando la casa, a días de escuela, de gripe con el pequeño, de no parar, de no comer, de remendar, coser y zurcir, de recoger, peinar, cocinar... A días de compartir. De jugar con sus hijos. De hablar con él. Él, que se había ido hacía ya cinco años, una tibia madrugada de mayo, cuando su corazón, cansado de latir, le dijo adiós para siempre en la cama que habían compartido durante más de sesenta años.
Un escalofrío recorrió su espalda y se agarró con fuerza a su toquilla de lana, como si quisiera abrazarse.
Miraba... y recordaba las largas noches de invierno. Sus cinco hijos dormidos en las alcobas y ellos acurrucados bajo la colcha de lana que tejió el invierno que estaba encinta de su hijo José Antonio. Y la nieve, implacable, cayendo despaciosa sobre el alféizar de la ventana al amanecer, cuando los primeros rayos de luz se escapaban perezosos entre las nubes cargadas de frío, entre las montañas coronadas de blanco.
Las lágrimas humedecieron sus ojos apagados, agotados de tanto mirar. Había vivido más de ochenta veces el mes de enero, pero nunca el frío había calado tanto en su piel, jamás había temblado como temblaba ahora.
La leña ardía alegre y chispeante en la chimenea. Y, por un instante, albergó en su alma la vana ilusión de verlo sentado junto al fuego, con su cigarrillo en la boca, canturreando, con uno de los niños sentado en sus rodillas.   
Y rompió a llorar de pena al recordar su voz y sus brazos, tan fuertes, tan poderosos. Sabía que ni hijos ni nietos, aunque aliviaban su ausencia, podrían tapar su hueco jamás, el vacío que había dejado en su alma.
Y rompió a llorar de alegría por todo lo vivido, por haber sentido el amor, la dicha, el trabajo, la familia.
Sentía su corazón cansado de andar pero reconfortado, pues albergaba la esperanza de que un día, no muy lejano, sus manos se volverían a entrelazar en un abrazo eterno, sin prisas, sin frío, sin final.

2 comentarios:

  1. Ya está, ya lloré otra vez. Me oxidaré y será tu culpa.

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  2. Cargaré con el peso de la culpa entonces. Eres tan tierno...

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