
Madrileña de adopción, carabanchelera por afición y adolescencia, mi infancia son recuerdos (ay Machado) de las frías calles de mi pueblo. Si hablase de series, diría que ahora os voy a pegar una paliza a spóilers, pero como voy a hablar de vida, diré que quizá cuente más de lo que jamás tenía previsto contar de mí en este blog, pero, si no, no hay manera.
Dice mi padre que recuerda cómo en los sesenta, cuando en mi pueblo no había tele, él se iba con su padre, mi abuelo, andando a Portilla a ver al Madrid. No imagino ni alcanzo a adivinar qué ilusión llevaba mi padre en su caminar agudo, incansable, ágil, hacia la dichosa Portilla (pueblo en el que, por cierto, jamás he estado). No alcanzo a adivinarlo porque si me esfuerzo me pongo a llorar.
No he elegido ser del Madrid como no he elegido mi grupo sanguíneo, probablemente las dos únicas cosas que permanecerán inalterables a lo largo de mi vida. Soy del Madrid desde que nací sin siquiera saberlo. Y este equipo me ha dado muchas alegrías y muchas penas. Mi pueblo, allá en la fría y lejana sierra de Cuenca, es una aldea de pocos y mal avenidos (siento decirlo, me consta que alguien de por allí me lee y sabe quién soy). Pero también es el lugar al que siempre vuelvo. Es lo que tienen las querencias. Y me gusta: su monte, su leña, mi familia. El invierno y la nieve.
En mi pueblo, el fútbol se ve en un bar. Y prima un movimiento que mezcla churras con merinas y que difícilmente deja ver el partido con calma, sobre todo si eres del Madrid. Ayer, a no sé cuántos grados bajo cero, mi padre tuvo que irse a casa a mitad del encuentro por algo más que por el bochornoso resultado. Veo su cara rosa, con sus ojillos verdes de listo, sus arrugas, su visera, y su andar, ya algo más cansado, doblando la esquina de la iglesia, camino a casa, y me parte el alma.
Ni se merecía el griterío del bar ni que los once tíos que llevaban la camiseta blanca salieran a jugar como si aquello fuera una pachanguita en el patio del colegio. No sé cuál fue el problema ayer (el Barça juega muy bien, pero el Madrid lleva una temporada -hasta que llegó a Barcelona- soberbia. La cosa prometía más emoción, coño), pero intuyo que el Madrid, a pesar de tener grandísimos jugadores, no contaba ayer en el césped con casi ninguno -salvo Casillas y pocos más- que fueran conscientes de lo que es jugar un Barça-Madrid. Lo decía mi hermana y tiene razón.
Un Barça-Madrid no es fútbol. Es pasión. Y tenéis que estar a la altura, aunque perdáis.
Jamás olvidaré las lágrimas de mi hermana ayer. Ni las de mi sobrino en el 2-6. Pobre mío, mi niño, con su camiseta de Casillas aguantando el chaparrón y con medio pueblo gritando en el bar eso de "eo, eo, eo, esto es un chorreo". Y él, con su cara tan guapa, secándose las lágrimas por debajo de sus gafitas... Ay, madre, qué disgusto.
No puede ser. Nos debéis gloria y orgullo, no vergüenza. El Madrid no es un equipo de pijos -aunque los haya, que los hay sin duda, como en todos lados-, ni lo soy ni lo he sido ni lo seré ni vengo de un sitio donde eso sea posible. El Madrid es un equipo de ilusión y lucha. Es un sueño. El todo es posible. El Madrid es honor, aunque se pierda. Es un equipo de bravos. Y vosotros que tanto cobráis y que lleváis esa camiseta estáis obligados a cumplir como hombres, no a lloriquear como niñatos.
Me decía Igor que si me animaba a escribir sobre Mou. Quizá otro día. Hoy, mi corazón tan blanco anda más por el lado del sentimiento, reforzando la afición y con el deseo de decirles a los que hoy son responsables del defender a mi equipo que a veces nuestra sonrisa depende de su entusiasmo y su fe. Por dios, que no la pierdan.
P.D.: La foto, un trocito del lugar donce crecí, nevado y tan blanco como mi corazón (a pesar de todo y del frío).