
Mi abuela Adela siempre olía a limpio y me quería mucho. Cuando era pequeña, bajaba a felicitarme a mi casa, en el pueblo, antes de que yo me fuera al cole. Y me llevaba unas pesetillas y un pañuelo de tela. Aún guardo alguno. Otros fueron víctima de mi torpeza y de las tijeras y terminaron siendo rudimentaria túnica de una Barriguitas sin complejos –siempre quise una Barbie, pero nunca la tuve. Mi infancia son recuerdos de muñecas con zapatos tipo merceditas y algo triponas que, al sentarse, enseñaban unas enormes bragas de algodón–.
Cuando esto suba a la web serán las 00.15 h del 29 de octubre de 2010 (así lo he programado). En ese justo instante, estaré cumpliendo 34 años de vida y, si todo va bien, estaré celebrándolo aquí en Madrid con queridísimos amigos en mi bar de cabecera, al que me unen viejos y nuevos lazos, estrechos afectos, grandes, divertidos y (también) dolorosos recuerdos –"La vida es dolor (también), alteza. El que diga lo contrario miente", dice el dulce Westley en "La princesa prometida"–.
Siempre me ha gustado mi cumpleaños. Debe de ser una cuestión de ego, pero es mi día, y me encanta. En estas fechas, se une mi cumpleaños, la Festividad de Difuntos y Todos los Santos (y ahora el más hollywoodiense y divertido Halloween), y recuerdo, casi de forma involuntaria, a mi abuela Adela. Pero sin dramas ni suspiros. Con alegría. Mi abuela era de otoño y le encantaban las uvas.
Mi abuela Adela nos dejó en invierno, con un frío cruel. Mi abuela era un atardecer con el cielo rojo cayendo sobre el cementerio, camino de las eras. "Abuela, ¿por qué el cielo se pone rojo?". "Porque la Virgen está haciendo pan". Y yo, tan contenta. Y me imaginaba a la Virgen del pueblo, con su mantilla blanca y su vestido bordado en oro, horneando rosquillas. Así es la infancia. Tan presente y tan lejana –30 años han pasado desde esa foto (sí, soy yo) en la que soy sólo mofletes–.
Al verla siempre de luto, con el pelo blanco, de niña pensaba que mi abuela no había tenido infancia. Ni juventud. Que siempre había tenido ese aspecto y esa pena. Mi abuela siempre me decía que cuando muriera, pusiéramos el cuadro de su hija, muerta en la posguerra –es lo que hace la escasez y la ausencia de medicamentos–, junto a su cadáver en el ataúd. Ahora, en estas fechas, mi abuela Adela se envolvía en un mantón negro y bajaba a la Iglesia, que está junto a la casa de mis padres, y luego iba al cementerio, que está junto a su era: según se sube hacia al atardecer.
Y por mi cumpleaños tomábamos milhojas. Y el otoño, al caer tristón sobre la vereda, preludiaba el paso de los rebaños que huían de la inclemencia de la Sierra hacia la cálida Extremadura. El balido, los cencerros, las voces de los pastores, el silbido... eran como una música del frío, de la intemperie. El mastín en el camino. Los caballos.
Me gustan estos días porque huelen a lumbre y a escuela, a castañas y pan. Al pueblo, a mi casa. A mi madre, sobre todo a mi madre. Y no es que me ponga nostálgica, lo justo, supongo. Ya sabemos que vivir de las nostalgias y los recuerdos supone huir de un presente poco satisfactorio. Y no, no es mi caso. Sólo que el día de mi cumple dejo las alas en Madrid y vuelvo a las raíces, a las querencias, a mi pueblín. A comer con mi padre y mi madre. Tengo la necesidad de sentir que en ese momento estoy donde tengo que estar, y no en otro sitio. Ni con otra gente.
Y dicho esto, añado: también me gustan los regalos. Este año me haría feliz esa Barriguitas negra de la foto –la tuve en su día y le corté el pelo a cepillo–, por ejemplo. O dos entradas para ver a Loquillo el día 26. Pero está feo pedir. Así que voy a hacerme yo un regalito ahora mismo. Pocos cantantes y pocas canciones me gustan más que éste cantando ésta.