He sabido que has muerto. Lo he sabido hoy, por una llamada de teléfono. Y no creas que no lo siento. O que no me duele. Me duele porque te quiero. Lo siento como siento todo lo que pasa en la vida y te marca para siempre. Tú me marcaste, más, incluso, de lo que un padre debe marcar a su hijo. No estoy llorando; no te echaré de menos. Hace tiempo que te fuiste, que nos dejaste a mamá, a mi hermano y a mí. Te marchaste y no nos dijiste ni adiós, pero nos dejaste una vida difícil, llena de deudas de juego y alcohol.
No pienses que no te estoy agradecido, que lo estoy. Gracias a ti he aprendido lo que se espera y no se espera de un hombre de verdad, que es en lo que se supone que me he convertido. Y en parte, gracias a ti, aunque no me hayas visto crecer. Gracias porque eres y representas, aun muerto, todo lo que un padre no puede ser para su hijo. No estuviste cuando me echaron del instituto ni cuando mamá lloraba por las noches. No estuviste cuando me dejó mi primera novia ni cuando hice mi primera mudanza, así que hoy, sinceramente, ya no me importa que te hayas muerto. Lo que me pesa es que, aun así, te quiero.
Te quiero porque tengo tres o cuatro recuerdos tuyos. Eso y un mechero que guardo en un cajón y que, de vez en cuando, relleno. Lo enciendo en mis noches de desvelos. Ilumina mis desvaríos. En mi mente, aún algo infantil –y me temo que por tu culpa así será siempre–, a veces fantaseo con que ese mechero es el pequeño destello de luz que has dejado en mí, miseria comparada con lo que debiste darme. De ti recuerdo una tarde en el parque de atracciones, dos o tres en el fútbol y nada más que no sean gritos o bofetones.
Jamás te perdonaré que deposistaras en mí, cuando sólo tenía quince años, la responsabilidad de ser el cabeza de familia, de cuidar de mamá y de mi hermano. Por cierto, ¿guardas algún recuerdo de él? Me temo que no. Te pasaste toda su infancia en el bar de abajo y te fuiste de casa cuando él sólo tenía once años. Yo entonces también era un crío y no podía, no sabía, hacer lo correcto. Por eso me he equivocado tanto. Y hoy, todavía hoy, ando confundido. Dando tumbos. No sé dónde estoy ni lo que quiero. No sé dónde ir ni encuentro mi sitio. Ando descabezado.
Trabajo y vivo por inercia. Me casé con la mejor esposa que un hombre puede tener –lo mismo que hiciste tú. ¿Ves? En eso nos parecemos– y sé que no es feliz a mi lado. No soy hombre de regalos ni de carantoñas. Soy poco comunicativo y distante. Supongo que es lo que corresponde, dadas las circunstancias en las que me criaste: no te recuerdo dándome un beso. Lo siento, pero es así. A veces, me dan ganas de huir, aunque no sé bien dónde. No me gusta la vida que llevo, no me gusta mi trabajo, no estoy bien en mi casa... pero no voy a hacer lo que tú. Por eso te estoy agradecido y te quiero: porque sé lo que no quiero hacer ni ser.
Hoy he sabido que has muerto y que contigo se va una parte de mí y ha nacido otra, pues he sabido que te quiero, y eso que llevo más de media vida odiándote. Sé que todo esto que te estoy contando es demasiado para ti, pero alguna vez tendrías que escucharme, y ahora quiero hacerte un último reproche: entre otros miedos, me has dejado el de ser padre. No sé si quiero tener hijos. Temo ser como tú, no saber hacer las cosas correctamente. Quizá hasta me robes ese privilegio. Y, ahora, después de decirte esto, quemaré esta carta con tu mechero y lo tiraré por la ventana. Ya no lo necesito.
Hoy he sabido no sólo que has muerto; también que lo único que tengo de ti, realmente, lo llevo dentro.
El texto es una bomba. Me pasa una cosa, que no sé diferenciar bien si es literatura, si es literatura basada en una realidad próxima o si es una transcripción de un fragmento de vida. Ya ves, me cuesta comentarlo por su enorme dramatismo y fuerza.
ResponderEliminarVeo que lo escribe un hombre y no tú. Eso me tranquiliza.
Un saludo.
Sí, es la voz de un hombre. Esta historia, aunque la haya escrito yo, no tiene nada que ver conmigo. Mi padre es un sol, y creo que le quedan muchos años (espero y deseo). Es un crack, un tío vital y alegre. Un padre extraordianrio y un buen hombre. Jamás habría hecho eso. Pero, Igor, lamentablemente, la historia sí está basada en un hecho real, como los malos telefilmes de sobremesa de sábado en Antena 3. No es exacta, pero sí parecida, en esencia, a la historia de alguien a quien tengo un gran cariño. Él no sabe que lo he escrito y ni siquiera entra a mi blog (desastre total de persona), pero era mi forma de expresar que siento lo que siente y que siento lo que le pasó con su padre.
ResponderEliminarGracias por leerme. Es un lujo tenerte aquí. No es peloteo, sólo reconocimiento. Gracias, Igor
Que duro, Luisa, no porque tus palabras tejan una realidad cruel y gris, sino por la sinceridad de su desnudo dolor, de su angustia, de las horas de rabia, de miedo y de impotencia. ¿cuanto daño hace un mal padre? ¿cuanto se nos queda debajo de las uñas y no podemos arrancarnos?
ResponderEliminarMaltratar a un niño es imperdonable, pero hacerlo a un hijo ni siquiera imagino condena que pueda compensarlo.
Un beso,
Otro beso pa ti, Pilar. Gracias
ResponderEliminarMe parece fantástico, en especial el descubrimiento tardío del rincón del alma del protagonista. Es tan seco y áspero como un puñetazo en un desierto. Pero te atrapa. No quiero seguir diciendo cosas que no añaden nada, sólo que me ha encantado.
ResponderEliminarUn abrazo
Que duro tu comentario hoy, pero mas duro es ver que existe esta realidad. Fijate que yo pienso que ellos no valoran ni ven lo que se pierden, ni aquien pierden, "ni porque lo pierden".
ResponderEliminarEn el fondo¡¡¡¡ SON UNOS POBRES HOMBRES!!!!
Paquita.
Gracias, Explorador. Siempre dices cosas que añaden algo.
ResponderEliminarGracias, Paquita. Como siempre, da gusto tenerte por aquí.
Luisa