
Sin el más mínimo ánimo de imitarlo, pues no ganaré las Galias ni mi nombre pasará a la historia, ni mis palabras serán traducidas y estudiadas a lo largo de los siglos, voy a apuñalar (Et tu, Brute?) la mañana del viernes buscando en mi pobre imaginación y no más boyante verbo, alguna historia que sea del agrado del desocupado lector (huy, que cito a Cervantes).
Venga, vamos. Crucemos el Rubicón.
Madrid, 27 de mayo de 1937
"No hay arrepentimiento ni pesar en mis palabras, ni siquiera es la falta de sueño la que habla, sino más bien la tentación de pelear por alcanzar algún día el feliz estado de "ni siento ni padezco", cosa que esta alma en pena no consigue por más que se lo proponga.
Y es que en mi pecho, como en el del gran y valiente Julio César, late un corazón que se juró un día no darme tregua ni calma.
Quizá es que hallé hace no tanto el gusto por los desvelos: tú, que los pueblas. No hay castigo ni pena si no alcanzo el sueño, sino un –lo supongo perverso– placer en evocarte.
Hay quien afirma que esto no es amor; que es más bien duelo, ya que los gozos propios de los romances requieren un tiempo y un espacio que tú y yo no tenemos. No escuchan mis oídos –Fere libenter homines id quod volunt credunt (La gente casi siempre cree lo que quiere creer)–tales despropósitos, tan carentes del sentido del romanticismo y la valentía.
Y tú, mientras, ni vas ni vienes. Y tus silencios pueblan cada noche mis soledades. Pero casi nada me acobarda –Ignavi coram morte quidem animam trahunt, audaces autem illam non saltem advertunt (Los cobardes agonizan ante la muerte, los valientes ni se enteran de ella)–.
Y, cuando la ausencia pesa, o busca mi rendición, me acomodo en la almohada en busca del sueño porque sé que, en algún lugar, no sé dónde ni de qué manera, hay un latido que nace en tu pecho con la ilusión de arroparme".
Ab imo pectore
Jimena Díez
El día del entierro de Jimena Díez, el 15 de enero de 1997, los periódicos locales se llenaron de esquelas recordando a la vieja profesora de latín. Todo transcurrió como ella había dispuesto. Por eso, su nieta, Jimena Rocha Díez, de 20 años, cuando terminó de leer la última carta que la mujer había escrito a su abuelo, a quien ella no llegó a conocer (jamás regresó del frente, quizá nunca supo que llegó a tener una hija), la devolvió al sobre y la puso, junto al resto, en el ataúd, entre las páginas de "La guerra de las Galias", el libro de cabecera de su abuela.
Allí, en la tierra, las palabras de amor de Jimena mueren lentamente, devoradas por el tiempo y el olvido.