Raimundo no había viajado nunca en avión, pero tenía un huerto que daba tomates en septiembre y fresas en primavera. También tenía un nogal en la puerta de su casa y junto a él una tumbona. Allí pasaba las tardes de verano con sus amigos de toda la vida, Cirilo y Darío. Raimundo no conocía el mar, pero paseaba a diario por el monte y tenía lumbre en enero y sombra en agosto y un retrato de él y su mujer, Leonor, que llevaba siempre consigo, en su cartera. Raimundo echaba de menos a Leonor todos los días, todas las horas, todos los minutos, pero sabía vivir solo y tenía la esperanza tranquila de que algún día se reuniría con ella en ese cielo que miraba a diario al amanecer y que le decía si llovería o nevaría, si era tiempo de sembrar las habas o recoger las patatas. Raimundo iba a misa los domingos, a jugar la partida los sábados y a cenar con Cirilo, también viudo, a casa de Darío y Sofía los viernes por la noche. El resto de la semana se le iba en “sus cosas” y no se aburría jamás.
Hablaba con sus hijos una vez de cuando en cuando. Los chicos iban muy poco al pueblo y él lo comprendía, como ellos comprendían que para él la ciudad fuera una cárcel. Además, desde que faltaba Leonor la familia estaba desunida, “cada uno por su lado”, solía decir él con una sonrisa amable cuando alguien del pueblo, no sin cierta picardía, le preguntaba por Tomás o Raimundito. El 20 de febrero, Raimundo se levantó a las siete, como todas las mañanas. Abrió la ventana y miró al cielo. El día se desperezaba tímido. Tras los montes, asomaba el primer rayo de sol, que invadía un cielo limpio y aún frío. Raimundo contemplaba el amanecer como si fuera el primero, pero algo raro pasaba esa mañana. Sentía un dolor punzante en el pecho que le impedía respirar con normalidad. Ya había sentido ese dolor más veces, pero nunca con tanta intensidad. Meses atrás, don Desiderio, el médico del pueblo, le había puesto nombre a su dolencia y le había dicho que debía ingresar en un hospital. “Antes, la muerte, don Desiderio”, dijo Raimundo mientras apretaba entre sus manos su boina.
Ahora, Raimundo sabía que el final estaba cerca, pero no tenía miedo. Repasando sus días, apoyado en su vieja ventana de madera, Raimundo se sintió satisfecho y feliz. No sentía que la suya hubiera sido una existencia de privaciones y no lamentaba nada de lo que había hecho o dejado de hacer. Salvo una cosa: ver el mar. Y no iba a resignarse. A duras penas, se vistió y a las ocho estaba en la plaza del pueblo esperando el autobús que lo llevaría a la capital de provincia. Allí, con un dolor que casi lo asfixiaba, pero con una gran sonrisa y su gorra entre las manos, preguntó hasta dar con la ventanilla donde sacó un billete de autobús a Valencia. Raimundo pasó todo el viaje sujetando su corazón, que parecía querer escaparse, con su mano derecha bajo la chaqueta de pana. Y llegó a Valencia. Y vio el mar. Y se sentó a dejarse acunar por su eterno vaivén mientras apretaba contra su pecho la foto en la que estaba con Leonor.
Así lo encontraron la mañana siguiente los servicios de limpieza: con la foto entre sus dedos y una gran sonrisa dibujada en su cara, ya de cera. Había dejado esta vida con la ilusión de reunirse en otra con su mujer y con su último sueño cumplido. Razones más que suficientes para morir sonriendo.
El blog de Luisa Tomás
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sábado, 9 de enero de 2010
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