El blog de Luisa Tomás

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domingo, 31 de enero de 2010

Despedidas

Antes de que el tren emprendiera su marcha, miró una vez más por la ventanilla y le dijo adiós con la mano y con una sonrisa fingida, para que no lo viera llorar. Miró su cara tan cercana, tan serena, y notó que un relámpago lo partía por dentro. El reloj de la estación marcaba las siete menos un minuto y el tren soltó una sacudida de ruido metálico, previa al cierre de las puertas. El atardecer se cernía sobre el horizonte y teñía de rojo un puñado de casas grises, desvencijadas; los campos, tan solos; los árboles, tan tristes.
Se esforzaba por contener las lágrimas y combatir el frío que le oprimía el estómago e intentó regalarle el brillo de su mirada, tirarle un beso, la risa, pero estaba ahogado en un llanto callado. Cerró dos segundos los ojos, respirando hondo, como si quisiera llevarse en su pecho los colores del otoño en los que había crecido, el aire que lo había alimentado. Al abrirlos, él seguía en el andén, apretando con sus manos fuertes y nervudas su vieja boina, como si quisiera estrangularla; con su chaqueta de pana negra, su olor a tabaco y tomillo, sus vivaraces ojillos vidriosos, su eterno chaleco gris y su camisa de franela.
Se oyó el silbido que anunciaba la marcha. El tren comenzó a desperezarse con un movimiento violento, pero acompasado y cansado, como si se negase a seguir su camino. Juan no pudo más y extendió sus manos sobre el cristal de la ventanilla, intentando alcanzar a su padre, abrazarlo con la misma fuerza con la que lo abrazó la lúgubre madrugada de agosto en la que su madre se marchó para siempre, consumida y derrotada, fatigada, envuelta en sábanas de hilo blancas.
Hundió su cara entre sus manos y lloró como lloraba de niño, encerrado en su propia contradicción: quería otra vida, pero sabía que al dejar ésta una parte de su alma se apagaba para siempre. Saber que su padre se quedaba solo, entre sus aperos, sus tazas de porcelana, su lumbre al amanecer y sus recuerdos, lo devoraba por dentro,  pero no quería vivir allí. Llevaba años odiando ese maldito pueblo sin luces ni futuro. Quería ver otra cosa, conocer otros lugares, otras vidas, salir con una chica...
Apartó su lágrimas a manotazos con el deseo de volver a verlo. Sacó la cabeza por la vetanilla y lo vio caminar seguro hacia el atardecer, con "Loco", su perro, enredándose entre sus piernas.
"Papá", gritó.
El hombre giró su cabeza y, dueño de la sabiduría que sólo dan los años, apartó su cigarro de entre sus labios y le devolvió una sonrisa tranquilizadora y aprobatoria, enseñando sus grandes y fuertes dientes blancos.  "Buen viaje, hijo. Llámame algún día". Y agitó su mano con vigor. Apuró su cigarro mietras veía el tren  partir por la inmensidad llana y desolada, haciéndose cada vez más pequeño, más inalcanzable, más rápido... y dejó, entonces sí, que sus lágrimas corrieran libres por su cara sin afeitar, labrada de sol y lluvia, de vida.

4 comentarios:

  1. Buen relato y buena prosa. Me ha gustado.
    Un saludo

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  2. Mil gracias. Tu comentario y tu persona son más que bienvenidos.
    Saludos.
    Luisa Tomás

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  3. ¡Qué maravilla! Una se queda sin palabras después de leer un texto tan emotivo.
    Saludos

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  4. Muchas gracias Ollodepez. Me alegra saber que te gusta.
    Tus palabras y tu presencia son bienvenidas a este blog

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