Dice la canción, ésta, que "peor que el olvido fue frenar las ganas de verte otra vez", entre otras lindezas, y añade ella que "me sobran motivos, pero me faltas tú sobre la cama,y ahora las calles están llenas de bandidos cuando necesito de tu madrugada". Y a este corazón, encogido por el frío del invierno y la suma del recibo de la calefacción, le entran unas incontenibles ganas de romperse llorando por no se sabe bien qué.
Seguro que por nada. O por todo, por esta canción y por otras. Por Ilsa Laszlo y Rick Blane, porque siempre les quedará París. Por los amantes condenados a no encontrarse. Por la lluvia cansada de Praga y su grisura. Por cien noches de soledad.
Y no es hormonal, sino sensible. Y es esa cualidad de sensible la que hizo que un novio que tuve, no hace tanto, viniera a decirme que prefería follar con la cabra de la Legión antes que volver a ver el más mínimo asomo de brillo húmedo en mis ojos por leer a Garcilaso, escuchar a Quique González o ver "Casablanca" (sí, exagero, pero ésa es la gracia). Y yo no entendía nada, o entendía poco, porque, cegada por la pátina engañosa que cubre los encuentros del amor, pensaba que era esa sensibilidad que me define lo que le había hecho venir a mí. Y no. No fue tal. Quizá fingió que le interesaban mis cosas atraído por algo menos íntimo, más a flor de piel, que fue muriendo al mismo ritmo que muere ya este despiadado invierno, espíritu de los impíos.
Y he pensado, o pienso ahora que escribo -porque jamás pienso lo que voy a escribir hasta que lo escribo y nunca lo corrijo y jamás lo leo-, que yo misma me gané la herida por empeñarme en que anduviera hacia adelante una unión que no daba ni un solo paso a compás. Y que no hay herida que no cierre ni vida ni beso que no salpique dolor.
Y como este zarpazo, hay cientos, que cruzan furiosos por delante de nuestras narices silbando al aire. Y que a veces alcanzan la piel: horas de luz pálida de enfermería después de haberle regalado la femoral al destino a cara o cruz, a gloria o abismo.
No hay caricia que no esconda puntos de sutura y el escozor del alcohol (mejor si es de reserva).
No hay llaga que no cauterice a fuego y sal. Porque peor que tener un corazón hecho de cicatrices es no dejarlo latir.
El blog de Luisa Tomás
El blog de Luisa Tomás
domingo, 16 de febrero de 2014
domingo, 2 de febrero de 2014
Tal día hace un año
Si le preguntaran a mi exnovio por mí, seguramente diría que me gusta el vino y no sé cocinar. Y, aunque ambas son tan ciertas como el verde de mis ojos, jamás mencionaría en mi descripción el brillo y la hondura de tan esperanzador color. Porque no llegó a conocerme. Quizá tampoco yo a él. Qué más da. Si tal día hace un año y seguimos vivos, porque para vivir, además de respirar, dormir y beber agua, sólo se necesita querer vivir. Que no es poco.
Si me preguntaran a mí por él, como me estoy preguntando ahora, diría que es buen tío. Y que no me costó quererlo. Y quizá poco más. Porque no llegué a conocerlo. Pero no diría que tiene una nariz preciosa o unos perfectos incisivos. No. ¿Para qué? Si ya sabemos que la realidad no lo es en sí misma y que en aquellas distraídas perfecciones me entretenía gustosa por los caprichos y los juegos que sólo concede la ceguera del amor (lo dijo mejor Shakeaspeare: "El amor no ve con los ojos, sino con el alma, y por eso pintan ciego al alado Cupido").
La última huella del amor, cuando se acaba, es dejarle al otro que se vaya y no enredarse en marañas vacuas que sólo causan dolor, abatimiento, hartazgo y asco.
El amor, para que se dé, tiene que ser recíproco. Si no, es otra cosa, no muy sana, que acaba tarando las mentes, dañando los corazones y aliviándose con Prozac y bourbon mientras la luz que somos va muriendo lentamente. Y acabamos siendo dos piernas y un corazón destrozado con un cadáver a cuestas.
Y no sé por qué me despierto y escribo esto hoy. Ah, sí, porque tal día hará un año. Y no voy a poder escribir porque juegan el Atleti y mi Madrid y estaré en otros amores, más blancos. Y espero que gratificantes.
Que al final, la soledad no es tal si al mirarse una al espejo éste le devuelve la sonrisa que sólo produce una pasión inconmensurable e infinita por la vida. Es el caso. Y brilla un sol espectacular de febrero que alimenta nuestra llama y que recuerda que somos eso, luz. Que nada os la robe, amigos. La luz es conocimiento, la luz es vida. La luz es luz.
Si me preguntaran a mí por él, como me estoy preguntando ahora, diría que es buen tío. Y que no me costó quererlo. Y quizá poco más. Porque no llegué a conocerlo. Pero no diría que tiene una nariz preciosa o unos perfectos incisivos. No. ¿Para qué? Si ya sabemos que la realidad no lo es en sí misma y que en aquellas distraídas perfecciones me entretenía gustosa por los caprichos y los juegos que sólo concede la ceguera del amor (lo dijo mejor Shakeaspeare: "El amor no ve con los ojos, sino con el alma, y por eso pintan ciego al alado Cupido").
La última huella del amor, cuando se acaba, es dejarle al otro que se vaya y no enredarse en marañas vacuas que sólo causan dolor, abatimiento, hartazgo y asco.
El amor, para que se dé, tiene que ser recíproco. Si no, es otra cosa, no muy sana, que acaba tarando las mentes, dañando los corazones y aliviándose con Prozac y bourbon mientras la luz que somos va muriendo lentamente. Y acabamos siendo dos piernas y un corazón destrozado con un cadáver a cuestas.
Y no sé por qué me despierto y escribo esto hoy. Ah, sí, porque tal día hará un año. Y no voy a poder escribir porque juegan el Atleti y mi Madrid y estaré en otros amores, más blancos. Y espero que gratificantes.
Que al final, la soledad no es tal si al mirarse una al espejo éste le devuelve la sonrisa que sólo produce una pasión inconmensurable e infinita por la vida. Es el caso. Y brilla un sol espectacular de febrero que alimenta nuestra llama y que recuerda que somos eso, luz. Que nada os la robe, amigos. La luz es conocimiento, la luz es vida. La luz es luz.
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