"Tiene siempre el otoño una música nostálgica, una suerte de tristeza. De paisaje que se acaba y muere en calles grises envueltas en melancólicos gabanes. Hay paraguas que regalan lágrimas por los amores perdidos y cafés que arrastran aromas de otros días. Y en cada rincón murmulla la banda sonora de una película de esas de antes, de las que hacen llorar. Las radios de los coches repiten su letanía apocalíptica en los atascos salpicados de tormenta. A lo lejos, el horizonte se dibuja plomizo, torpe. Como si no quisiera amanecer.
Tiene siempre el otoño esas ciudades que agonizan en mortajas ocres y amarillas. Bostezos dolientes a media tarde que dan paso a una noche temprana y larga, que expande su frío en pálidas sábanas blancas, como de hielo y agua".
Elena seguía envenenando sus pensamientos aquel octubre mientras apuraba un pitillo tras otro frente a su ventana. Nunca se había sentido tan abandonada y sola. Y aquella lluvia empezaba a ahogar su corazón mientras su angustia crecía y se deslizaba abriendo sus poros como un filo de plata.
Y a pocos metros de su casa, Rosa y Samuel habían quedado para degustar sus deliciosas rutinas: un atracón de abrazos y ensalada. En su casa o en la de él, en un restaurante o en cualquier bodega. Los espacios se ponían a sus pies para que ellos se permitieran el lujo de besarse ajenos a la realidad y a las horas. Bajo el mismo paraguas, caminaron hasta encontrar el refugio donde compartirían mantel y secretos en su minúsculo mundo, donde no cabían telediarios ni relojes. Octubre les tendió una mullida alfombra de hojas para abrigar sus pasos, les regaló la lluvia para pasear abrazados y coronó su dicha con una noche extensa, de pieles confundidas, de caricias que se despiertan para proteger el uno el sueño del otro y velar por su descanso –para arropar, para abrirse en hueco entre sus brazos, para posarse en su espalda...– mientras las gotas bendicen la ventana y el asfalto. Y la ciudad transcurre en su devenir sin reparar en su gozo.
Pero la furia de un cielo desbocado y la de Elena crecían a la par. Herida por los celos, Elena deslizaba sus dedos por la frialdad de la navaja que llevaba en el bolsillo. No podía soportarlo. Verlo reír con otra era demasiado para su frágil corazón. Y los siguió hasta la casa de él, la misma en la que ella, meses atrás, también rió y durmió. Y amó. Y soñó. No pudo más. Fuera de sí, se agazapó tras un coche y ahí esperó paciente el momento de sacar la navaja y llevar a cabo su venganza.
El limpio amanecer prometía un día apacible. Como cada mañana, Samuel se marchó a trabajar unos 20 minutos antes que Rosa, que salió un poco después, sola, desprotegida.
Tranquila, se dejó invadir por un suave aroma a pan, uva y calabazas. Rosa se acercó confiada a su coche y, de repente... ¡horror! Las cuatro ruedas estaban pinchadas. El aparatoso aspecto de su modesto utilitario desconcertó a Rosa, que esperó paciente a la grúa mientras hablaba por teléfono con Samuel. “No te preocupes por mí. Cogeré un taxi para ir al trabajo. Qué le vamos a hacer. Una gamberrada así no va a fastidiarme el día”.
No muy lejos de allí, Elena siguió llorando consumida por los celos. Pero al universo, al de todos y a ese mínimo que habían construido los dos, su furia le seguía resultando indiferente.
Mala época el otoño que combinada con los celos puede desembocar en un invierno frío y gélido.
ResponderEliminarBesos de gofio.
El otoño y la desesperación de la pobre elena se retroalimentan ;) Comparto la idea, quien tiene celos o envidias sufre aunque trate de despojarse de sus males con maldades.
ResponderEliminarMe ha gustado, aunque hubo un momento en que creí que ibas a lo gore
Un abrazo ;)
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