“Aquí te dejo las llaves. Y un único consejo: no hagas caso al fantasma. ¡Buena suerte!”.
Javier se tomó a broma el comentario del viejo bedel, que ese día, y con esas palabras, le daba el relevo como guardián y vigilante nocturno del Archivo Histórico.
El edificio era una imponente mole que se recortaba plomizo y eterno en el horizonte de aquella herrumbrosa y decadente ciudad de provincias. El interior discurría por un otoñal laberinto de pasillos huecos y largos que daban acceso a las salas de lectura, a los diferentes cuartos con los legajos. Los ecos y crujidos de las maderas centenarias –pobladas de carcoma y polvo–, los misteriosos sonidos que nacen del vacío y las soledad, las manchas de humedad y sus caprichosas formas, las miradas muertas de los ilustres pretéritos que protagonizaban los retratos que colgaban de las paredes, los chasquidos eléctricos de los tubos fluorescentes que salpicaban los techos –como arañas gigantes y metálicas– eran la única compañía de Javier en sus largas noches de trabajo.
En sólo cuatro jornadas, la rutina pareció ser una más de las obligaciones de Javier. Cerrar a las ocho, revisar salas e ir echando llaves, conectar las alarmas, recorrer los pasillos en una última ronda y sentarse frente a una mesa de madera a ver transcurrir la noche entre libros, periódicos y programas de radio a los que llamaban solitarios para llorar sus penas de amor.
Pero algo turbó la paz de Javier la quinta noche de trabajo. Tras deglutir un sándwich hojeando la sección de Deportes del ABC, el novato guardián bajó la mirada al suelo en busca de la mochila donde tenía medio kilo de mandarinas. Y, para mayor sorpresa de su quebradizo corazón, que a punto estuvo de partirse en dos del infarto, sus ojos se encontraron con unos pies parados frente a él. Un escalofrío recorrió su espalda. Y la callada noche se desgarró con su grito de terror. Tembloroso, alzó su vista hacia la figura masculina que estaba apenas a medio metro de él. Era Julián, el antiguo bedel, su predecesor y quien lo había recomendado, vestido con la misma bata azul, ajada y sucia, con la que se había despedido cinco noches atrás.
Silenciosa, pálida, la trémula y desdibujada figura del anciano se llevó el dedo índice a la boca, pidiendo al joven que ahogara su terror. “Shhhhhhhh”, susurró. Y arrastró su andar cansado por la desolada penumbra del pasillo. Justo antes de desaparecer, se giró hacia Javier. “Ven, sígueme”, le pidió.
Asustado, apenas sin voluntad, Javier caminó hacia su mentor.
La policía zanjó el asunto concluyendo que Javier se había suicidado, aunque nadie supo jamás descifrar la nota que apareció junto al cuerpo ahorcado del joven. Ni siquiera parecía su letra: “Te dije que no me hicieras caso. Adiós”.
Uu, decantada por el género. Pues te ha salido terroríficamente bien en este final a corte de navaja, frío y burlón. No he sentido el escalofrío hasta el último párrafo, que es cuando lo he sentido de golpe. Igual jugabas al despiste con el costumbrismo (mandarinas, los deportes del ABC), parapetada tras las palabras para lanzar el aullido.
ResponderEliminarUn señor relato de terror. Besos de ultratumba.
Wow, que brillante, parece ir lentamente y de repente, se hace vertiginoso. y esa elipsis...madre, que grande.
ResponderEliminarHe relacionado los deportes del ABC con algo que daba miedo y he imaginado a Pepe. Pero luego me he metido en el cuento otra vez, y me has atrapado ya del todo. Enhorabuena. Nunca hay que hacer caso a los fantasmas, supongo...
Un abrazo :)
Que mal rollito ¿no?
ResponderEliminarUn saludo
Qué inesperado, y qué acierto.
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