El blog de Luisa Tomás
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miércoles, 28 de marzo de 2012
Pedro, el de la grada del 4
Madrid, 25 de marzo de 2012.
El día se olvida de la pertinaz sequía y de la insistente crisis y se empeña en desperezarse alegre, cual amante enamorado. Y se deja acariciar, remolón, por los primeros rayos, aún abrazado a la tibieza y la blancura de la almohada. El cambio de hora confunde al café y olvida el almuerzo. Y rápido, como si atracara al tiempo, el reloj del salón marca las cuatro: hay que prepararse e irse. La lista de cosas parece interminable: un gorro pal sol, las gafas, los prismáticos, una botella de agua, las almohadillas, un fular por si refresca...
Las paradas de metro previas a la plaza son un desfile de gentes conocidas aunque jamás te hayas cruzado con ellas: el abuelo con su visera de propaganda, el señor con el sombrerito al lado, la pija de los tacones, el padre de 50 con el niño de trece, la anciana pizpireta, un malote repeinao, la chavalita del piercing... Las palabras que cruzan el aire espeso del vagón y se confunden con su silbido metálico hablan de próximos carteles y de pasadas figuras. Hay reencuentros, saludos, cierto pesimismo alimentado por la insistente idea de que esto se acaba... Y una alegría inexplicable, un pellizco en el estómago que crece al salir a la explanada de la plaza: "Tickets, tickets, tengo tickets", dice un reventa por si cuela algún guiri. Alemanes achicharrados. "Agua fría, agua fría", grita la del puesto de chuches. Sombreros, boinas, cola en las taquillas, el humo de un habano. ¡Vamos a los toros!
Café. Copa. El novillerito que se deja caer por los bares. Los pavos que piensan que si se disfrazan de Morante van a ligar más. Asquete de prototipos con camisa rosa. Un viejete disfrazado de mayoral que va hacia El Puerta Grande. Esto es así. Nadie dijo que fuera perfecto. Pero es. Y es de verdad.
Mucho cemento: no es un día de feria. Pero hay que echar los clisos a la afición. Que qué son los clisos: los prismáticos. Bueno, los ojos, pero nosotros lo hacemos extensivo a los prismáticos. Y empezamos a repasar los tendidos y las gradas. "Está uno y el otro. Y el gorrilla que nos acomodaba el año pasao ahora está en la bocana del cuatro bajo, ¿lo ves?".
-¿Y el bombero?
-¿Qué bombero? Aquí no hay bomberos.
-Joder, el gorrilla que estaba bueno, que era bombero.
-Aquí se flipa. No hay nadie que esté bueno. En la grada del tres están los yonquis, por si te interesa, igual que el año pasado de acartonaos. Y en la grada del cuatro están los viejecetes: Pepe y Pedro.
La tarde transcurre anodina. Aburrida. Nada que destacar. Tan poco pasó en el ruedo que el entretenimiento estaba en la grada y en la salida. Con Pepe y Pedro.
En el abandono parsimonioso de su grada se han encontrado un tropiezo: nosotras. "Hemos venido a esperarlos". Sonríen. Les alegra vernos. No lo pueden disimular.
El primero es un señor de unos 70, culto. Su currículum está repleto de tesis y libros sobre lenguaje taurino. Lleva gorro para el sol y gafas de intelectual. Andares de tipo sencillo. De buen tipo. Pero Pedro... Pedro es harina de otro costal.
Pedro saluda con un sonrisa que engancha. Lleva chaqueta de lana sobre jersey de lana y sobre camisa de cuadros. Gorra. ¡Y deportivas! Sí señor. Unas tenis de toda la vida, con las que baja y sube las escaleras de la plaza que da gloria. Es un anciano adorable, de ojos vivos y cierto poso de pena por lo ya vivido, por la esposa y el hijo muertos, por las soledades. Pero nada parece acobardar a Pedro. Sus manos regordetas sujetan una bolsa de plástico, de las de supermercado, donde lleva su almohadilla y el programa de mano de la tarde. Desprende ternura.
-¿Una caña?
-Pues claro, majas. ¿Dónde vais? ¿Al Wanini? (Así es como Pepe llama al Waniku –se esfuerza, pero no lo consigue–, un bar de los que esperan a la salida de los toros, con sus cañas bien tirás y las bandejas de aperititvos rodando por la barra).
La calle es un trasiego de gente que comenta, que ríe y se enfada con el ganao y con los novilleros, pero que se alegra de estar ahí. Y Pedro, con sus deportivas, esquiva a guiris y nacionales. Y, si se para, no es por cansancio. Es porque le encanta hablar: "Yo no me resfrío nunca, ¿sabes, maja? Y voy a hacer 87 años el día de antes de San Isidro. Y no me resfrío porque como mucha fruta. Yo es que nací en una frutería de Madrid, ¿sabes? Mi madre es que era frutera. Huy, le servíamos a la Casa de Alba. Y a Jacobo yo lo veía salir y entrar tos los días con su caballo, y yo con mi fruta. Y no se le daba bien, porque al volver, el caballo se paraba en la puerta de nuestra frutería, y por más que le decía, el caballo no se movía hasta que yo no le daba una zanahoria.... Nunca me las pagó". Y Pedro sonríe. Y te golpea suavemente el brazo, cómplice, como diciendo: "Pa que te fíes de las altas alcurnias"...
Pepe tiene la fecha exacta. La palabra precisa. Sabe de encastes, de quién compró un toro a quién. Tiene datos. La tauromaquia para él es como la literatura: una necesidad y un placer. Pedro... Pedro es otra cosa. Pedro enciende sus ojillos vivarachos y cuenta que de niño vio torear a Rafael El Gallo, a Belmonte y a Manolete. Cuando lo cuenta desprende un halo de sencillo orgullo. Le gusta que nos guste escucharlo. Y merece un halago. Se lo damos. Y se contenta. Y nervioso, dice: "Espera, mira lo que tengo". Y registra su bolsa de plástico. Saca una cartera ajada, llena de papeles, que sujeta con una goma de las de toda la vida, de Correos. Y enseña una tarjeta de visita. "Mira, es de un periodista francés que me quiere llevar a la tele porque dice que poca gente viva ha visto lo que yo". Y la guarda satisfecho en su bolsa de plástico.
Pienso que tiene razón. A sus 87, poca gente viva ha visto lo que él: desde El Gallo hasta las orejas al lobo.
Pedro quiere charlar y charlar.
-Y con to lo que ha visto usted, Pedro, ¿cuál es su torero favorito de los vivos?
-El Cid.
No duda. No titubea ni pone peros. No dice El Cid de hace unos años. No dice El Cid de las puertas grandes. Dice El Cid porque le da igual que ya sólo sea la sombra de lo que fue. Porque El Cid es uno de esos nombres que le han hecho feliz.
Pedro se bebe las cañas a una velocidad que me mata. Y, además de comer mucha fruta, arrasa con los pinchos de chorizo y de lacón y entre bocado y bocado dice contento que en la plaza este año han puesto grifos de Mahou en los bares, pa tomar una caña las tardes de calor. Adoro su sencillez y la enorme felicidad que siente por las cosas.
Pepe es más medido. Y comenta: "Un día, cuando estemos metíos en feria, os venís a mi casa –nos dice a mi hermana y a mí– a ver a Manuela –su mujer, exprofesora de literatura de mi hermana– y a ver mi biblioteca. Tengo primeras ediciones de Calderón. Y algo de Lope. No es mucho, pero"... Lo dice con modestia y generosidad: quiere compartir el gozo de ver una primera edición de Calderón de la Barca. Y mi hermana y yo nos miramos: morimos y matamos por tocar esa maravilla.
Pero Pedro, que no da tregua al plato de chorizo y no quiere quedarse colgado en la conversación, apura la caña, sonríe con esa carilla de ratoncito regordete y dice: "Yo no tengo de esas cosas, pero tengo en mi casa tos los números de la revista Aplausos desde 1985".
Se calla, esperando un comentario, pero no da tiempo a que nadie diga nada: "Claro, como estoy solo... –baja la vista, como mirando el vaso vacío– guardo to lo que quiero".
Su sonrisa entusiasta acaba de tragarse un puñado de pena.
Y yo, un montón de lágrimas.
-"Pedro, ¿quiere otra caña?".
-No, majas, no. A otro día. ¿Venís el Domingo de Ramos?
-Sí, claro.
-Ésa puede estar bien.
Los vemos partir hacia la Calle Alcalá tranquilos, charlatanes. Pedro menea al caminar su bolsa de plástico. La plaza de Las Ventas los contempla altiva; los ha visto crecer, aplaudir, sufrir, reír y envejecer. Año a año. Década a década.
Ellos se irán y ella permanecerá, imperecedera, construida sobre tardes de gloria y de fracaso, de emoción o aburrimiento. Y si la vejez no les roba la memoria, ella vivirá siempre en ellos, como una de esas novias que no se olvidan y cuyo aroma regresa, renovado, cada primavera.
P.D.: Pedro, esta foto de Juan Pelegrín va por ti. Si El Cid te conociera... ¡te regalaba un par de naturales!
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¡Dios salve las tardes anodinas y aburridas en el ruedo! Siempre que traigan una crónica de un momento que ya no existe, que se lo llevó el viento como este.
ResponderEliminarQue tipos. ¿Será verdad que a lo mejor de viejos podremos ser libres? Porque es la sensación que me dan tus jóvenes amigos. Esa despreocupación...
Besos.
Qué grandes!
ResponderEliminarQue nostalgia de un país que no he conocido :) pero me gusta. No es que me gusten los toros...no mucho ;) pero sí la gente auténtica. Y esa gente lo parece, algo cada vez más raro en estos días, temo. O quizá haya sido siempre así.
ResponderEliminar¿Hacen unas cañas? ;)
Igor, hablar con gente así es todo un baño de autenticidad.
ResponderEliminarCuchilla, son adorables, claro que sí
Explorador, las cañas... ¡claro que hacen! Siempre
Bs
Qué bien contado. Contagias lo que miras.
ResponderEliminarPero que bendición lo que escribes, me apunto a esas cañas despues de los toros, a las tertulias de los buenos aficionados (porque no se lo digais a nadie)pero yo de la corrida aunque este en la plaza, nosé lo que veo, me salva que si veo aplaudir a los entendidos, "yo saco el pañuelo", y que bien me lo paso y hasta me rio, como ahora leyendote.
ResponderEliminarBESOS.