Mi cabeza da tantas vueltas que, de ser independiente, y no estar sujeta por mi cuello al resto del cuerpo, bien habría recorrido ocho veces el orbe conocido en tan sólo una semana.
Además de las rutinas diarias, ocupan mis distraídas neuronas diatribas afectivas -como a cada cual-, inquietudes laborales y el futuro de mis palabras. Las que tengo escritas, aquí y en otros tantos sitios. Desordenadas, caóticas; un puñado en una usb, relatos de un folio que duermen en un cajón, guiones que nunca acabo, lo que suelto en este blog... Y hasta un manuscrito que regalé y que quizá nadie leyó.
Y hoy hablaba -intercambiaba palabras vía mail- con alguien y comentábamos
lo efímero de las palabras que habitan Internet. Una entrada, dos días a lo sumo. Un minuto en leerla. Medio en olvidarla. ¡Hay que ver!, con lo bonitas que son algunas palabras en sí mismas. Sin más. La palabra en sí, como forma, como contenido, como evocación; significante y significado puestos al servicio de un latido, una pulsión, una pasión, un pensamiento...
Quiero pensar que las palabras en las que ponemos el alma no mueren al ser deglutidas, sino que perviven en los paladares, delicadas como un beso, suaves y evocadoras, aterciopeladas, como hechas de pétalos y vino, de labios.
Y hoy, pensando en las palabras, a las que no paro de dar vueltas, recupero con el afán de que no muera una pequeña entrada que escribí en este blog el día que supe que, además de con abrazos y con la propia vida, sabía dar amor con la palabra, el verbo. Tan divino.
Cuento de las poesías perdidas
Aquella noche de luna llena, La Bruja de las Palabras se abrió el pecho, arrancó un trozo de su corazón, lo modeló y lo envió al viento en forma de poesía. Luego, mecida por la oscuridad y el silencio, se entregó al sueño. Y a su alma llegaron hadas que le decían que aquellas palabras habían atravesado montañas y sobrevolado ríos hasta clavarse como una daga de plata en el alma del viento. Y que éste, henchido de emoción, las había convertido en eco. Y con él resonarían el resto de sus días, hasta el fin de los tiempos.
El amanecer llevó al Castillo de La Bruja de las Palabras un frío despertar y una realidad de hielo afilado: sus palabras habían caído al abismo del olvido. Presa de la desesperación, se arrancó el corazón que le quedaba, lo hizo pedazos y lo guardó en una caja de oro cuya llave arrojó al foso. Envueltos en lágrimas, sus ojos vieron a la llave hundirse en el lodo y la podredumbre.
La tarde trajo a su desolada ventana aromas del otoño de la mano del murmullo del viento: "No habitan en mí los versos que me regala esa boca", le dijo indolente.
Desposeída de latido, La Bruja vivió en su castillo condenada a la soledad y a un frío que le calaba hasta los huesos. Vestida de negro, en las noches de invierno, mientras escribe poesías que luego arroja el fuego, La Bruja de las Palabras se mira al espejo y se recuerda a sí misma, que aun roto en pedazos y encerrado en una caja, su corazón sigue siendo el más hermoso del mundo.