Pasar unos días en el pueblo donde transcurrió su infancia no parecía tan mala idea. Ese agosto, como todos, no tenía mucho que hacer o, mejor dicho, no tenía nada que hacer; y sus días se desdibujaban entre libros, recuerdos, soledades y poemas.
Volver a aquella realidad ahora desolada, donde creció y rió, suponía un pasatiempo como otro cualquiera, quizá más inclinado a la melancolía que la propia lectura, que ya lo era de por sí, pero una dosis de pena, medida en su punto exacto, podría sentarle bien.
El trayecto transcurrió sin demasiado ajetreo, parecía acompañarlo una música de la de entonces, que arrastraba una congoja amarga aunque placentera, esa necesidad satisfecha de sentir. Pero él ya sabía suficiente de la vida y de la muerte como para dejarse envolver por la engañosa manta de la nostalgia.
Nadie ni nada, salvo el tiempo, parecía haber pasado por la casa en la que creció. Todo se le antojaba intacto, protegido por una gruesa lona de polvo que envolvía los muebles y los transformaba en recuerdos. La cómoda de la habitación de sus padres, la mesa de la cocina... ya no son lo que eran, sino el espectro de lo que fueron: el lugar donde su madre guardaba su ropa salpicada de saquitos con un olor dulzón que todo lo impregnaba; la mesa donde merendaba y hacía los deberes con "Moisés", su gato, adormecido y perezoso a sus pies, su madre sentada al otro extremo. Le resultó curiosa la forma en la que los objetos dejan de serlo para cobrar una vida inventada, esa que le otorgamos, adornada de una disparatada carga emocional.
Subió a la habitación en la que dormía y soñaba de niño. El enorme ventanal se abría al desvencijado villorio y le ofrecía un panorama apacible y tristón. El crepúsculo y su cadencia pesaban silenciosos sobre las casas, que empezaban a ofrecerse al fresco de la noche y al olor de la siega. En las eras se hacinaban los haces. Y el campanario callaba, altivo, vigilando un paisaje poblado de inviernos que caminaba hacia la grisura abriga del otoño. Con su lluvia aún templada, y esos ocres cálidos que perfilan el atardecer.
Las últimas luces del día se insinuaban, caprichosas, entre las curvas abiertas de las nubes, y se proyectaban a un suelo sediento que invitaba al paseo y a cierto desasosiego. Sus decididos y silentes pasos lo llevaron por las calles del pueblo, a la puerta de la escuela –en su cabeza retumbaban sonidos pasados, gritos de entonces, la voz de su padre pronunciando su nombre–, a la panadería y a la fuente.
Y al cementerio. Sus pálidas manos recorrieron el cerrojo herrumbroso de la doble puerta. Había algo frío en el óxido que la cubría, algo pegajoso que impregnaba la piel y el alma. Todo era música callada y mármol. Ángeles de pálidos ojos esculpidos en granito, letras sobre la piedra; flores deslavazadas crecidas ya inertes en plástico. Y, de repente, un movimiento nervioso, una vida agitada, pequeña, inquieta, oscura y de ojos vivaces, que removía aquella quietud y la turbaba. Siguió al animal intentando darle caza en vano, pero el gato se deslizaba entre las tumbas como si estuviera inventando un juego sobrecogedor y perturbado. No tenía miedo ni lo tuvo cuando vio al animal pararse y saltar sobre la losa en la que estaba labrado su nombre y el de sus padres, muertos 30 años atrás, cuando su padre, en una cerrada noche de lluvia, intentó esquivar a un gato que se cruzó en la carretera. Sí le sorprendió que "Moisés" viviera tanto, pero no que le gustara reposar sobre su tumba; el animal, su gato negro, ese que sus padres nunca quisieron en casa, tenía querencia a dormir a sus pies.
El blog de Luisa Tomás
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viernes, 21 de agosto de 2015
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Qué enorme viaje es volver
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