Quizá sea más sencillo rendirse a la evidencia del paso del tiempo, protegerse de las inclemencias que la vida ofrece allá fuera, excusarse en el temprano atardecer y la lluvia para guarecerse en el tramposo calor del hogar. Pero no nos engañemos: no se trata de respirar, se trata de vivir. Con sus riesgos y sus caídas. Y estas lluvias y estos grises, con sus claros, también invitan a ello.
No envidio el dolor que tenía mi madre tal día como hoy de 1976, y no escribo esto esta mañana para agradecer a mis progenitores que me dieran la vida, puesto que les agradezco mucho más que me dieran la libertad. Junto a ella camino y con mi libertad me equivoco. Y las dos hemos hollado caminos apasionantes, con la misma cantidad de tropiezos que de premios. Elegí, acerté y erré. Velé en largas noches de infiernos porque antes las tuve de gozo. Probé las gotas amargas porque antes me emborraché de mieles. Y ahora que las canas y algún gesto delatan que dejé atrás los 30, me asomo a esta parte del sendero con las mismas ganas e idéntico miedo ilusionante que cuando puse el pie en Madrid hace más de dos décadas para hacer no sé qué de buscarme la vida, estudiar y demás requisitos de obligado cumplimiento para no quedarme fuera (ya nos entendemos). Aún no había cumplido catorce. Y ese día supe que era el fin de mi infancia.
Y a ella vuelvo hoy, a través del tiempo y del espacio, viajando al lugar en el que la viví. Y en el alma resonando Machado.
Con la última herida sanada y el corazón en un suspiro, amando a lo ancho. Con la sabiduría de saber que este tiempo material que nos gobierna es una ficción y en lo único que deja huella es en la piel. Sí, en la mía también.
"Nada es la edad. La primavera está en el alma y la de usted florecerá en su otoño. Además, yo amo el otoño de la mujer tanto -o más- como su primavera".
Eso le escribió Juan Ramón Jiménez a una tal Luisa.

No, la foto no es de marzo. Es de octubre. Y así me felicitan los geranios de mi terraza.