La duda es un estado emocional como cualquier otro. Pero jodido. Sí, es un estado emocional. Y hasta más frecuente que la alegría o la pena. A veces, uno simplemente duda. Y duda hasta de si está contento o triste, o sólo jodido. O simplemente dudoso. Y/o viceversa.
La duda camina de la mano de la indecisión. Uno duda y se paraliza.
Y de la inestabilidad, tan pronto estás arriba como abajo. Y no, no hay término medio. Lo único estable cuando dudas es la inestabilidad, que es permanente.
Lo bueno de la duda es que, en su incertidumbre, nos mantiene vivos. Lo malo de la duda es que, si es prolongada, duradera o firme... nos hace perder algunas cosas. Le pasó a Francesca. Acabo de acordarme. Y entre eso, y la falta de tiempo, recupero una entrada de hace unos meses. Es una de esas historias que parten mi dudoso corazón, en el que sólo reside una certeza: "Si lo tienes claro, no lo dudes".
La canción de Robert y Francesca

Cada amanecer era una puerta abierta al recuerdo del que sólo se alejaba a través del trabajo. Desde que él se marchó, los besos sabían a rutina. Y la comida, al pan nuestro de cada día. La vida en aquella alejada y, en otros días, soñada granja de Iowa se convirtió en un suceder de pasos cansados, de soleados atardeceres, de sonidos, zumbidos, silencios y música. Noches y mañanas. Inspirar y expirar. Sístole y diástole. Sin más emoción ni trémula caricia. Primavera, verano, otoño, invierno. Un año, y otro, y un lustro y una década. Y la vejez y la muerte. Y en la mirada, el único brillo de los días que tuvieron juntos. Sus palabras como dagas: "No quiero necesitarte porque no puedo tenerte".
¿Por qué extraño capricho del destino aquel fotógrafo había ido a parar a su remota cotidianidad de madre entregada y esposa fiel? ¿Por qué las flores, y el té y las cervezas y los puentes y un vestido nuevo? ¿Por qué la vida, una vez que parece encauzada y concluida –aunque le queden mil años– se empeña en desviarse hacia caminos imposibles? Francesca no tenía respuesta, sólo una pregunta: ¿Y por qué no? Y una pena: si aquel día volviera a suceder, con la tormenta y el semáforo, y la camioneta y la duda... se habría bajado del coche y habría corrido hacia él.
A Robert se le fue apagando la vida cada vez que soñaba su nombre, con la cruz que ella le regaló abrazada a su pecho. A ella, le fue consumiendo la muerte en cada pequeña cosa, en cada sonrisa, en cada palabra, en cada tristeza. Se desvaneció en su dolor, pesado y gris, como una lágrima, como la lluvia, como aquel día. El último.
En las cálidas noches de verano, cuando las luciérnagas sobrevuelan los puentes que un día se tendieron a sus pies y ella temió cruzar, el eco de su amor resuena emocionado en un susurro que arrastra el aire. Una radio suspira un jazz, tristón, sensual y emocionado. Y en la barra de madera de un bar lejano, en cualquier rincón del mundo, alguien que conoce su historia, alza su vaso y brinda por ellos, por Robert y Francesca, por "las noches antiguas y la música lejana".
P.D.: Película mental que acabo de montarme partiendo de la extraordinaria película real de Clint Eastwood "Los puentes de Madison", que él protagoniza junto a Meryl Streep. Uno de mis grandes títulos, de mis pilares y mis referentes. No puedo evitar pensar qué se le pasaría a la pobre Francesca por la cabeza cuando decidió no irse con Robert. Cosas que pasan. Grandes amores que, aunque no concluyen, hacen del mundo algo mejor, puesto que en el éter palpitan. Estoy convencida.