El blog de Luisa Tomás

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lunes, 26 de agosto de 2013

A las dos en el "Perla Negra"

Habían quedado en encontrarse, como siempre, a las dos en el "Perla Negra". Un par de horas bastaban para romper sus cuerpos entre sudor y silencios. Y ese momento perdido del día, a medio camino entre la comida de la oficina de él y la salida del colegio de los hijos de ella, les daba una coartada llena de relojes y clandestinidades, pero apasionada y feroz.

Raúl llegó antes que ella, como era habitual. Marta siempre tenía más flecos pendientes, rutinas de madre y mujer casada. Él se había divorciado a las tres semanas de conocerla.

Se liberó de la corbata y respiró en aquel espacio que ya era familiar y apacible, el lugar que le proporcionaba el secreto y el encuentro. A ella, el placer. A él, además, el amor. Y no es que se hubiera resignado: es que albergaba la esperanza de que un día, no muy lejano, ella decidiera dar el paso de poner fin a su matrimonio y refugiarse para siempre en sus brazos.

Raúl se sirvió una copa y se echó sobre la cama envuelto ya en un deseo insoportable. Siete días sin verla se habían convertido en siete eternidades en el peor de los infiernos posibles. Absorto, con la mirada fija en el tibio rayo de sol de otoño que atravesaba el techo de lado a lado, se embebió en sus pensamientos y en la calidez del whisky.

La puerta se abrió silenciosa y la figura de Marta pisó la alfombra con desafiante certeza. Raúl, sin mediar palabra, se sentó a esperarla en el borde de la cama. Le gustaba verla acercarse, fingiendo timidez, llena de excusas por la tardanza, siempre con la huella de la prisa en el rostro y en el pelo.

El cinturón de su gabardina dividía con agresividad su figura. Raúl lo desabrochó con parsimonia y dejó caer sus manos por las turgencias que quedaban ocultas bajo su vestido de seda verde. Empezó a deslizar su tacto por la tersura perfumada de aquel tejido y sus sentidos se inundaron de un calor rojo y refulgente. Elevó con levedad la falda, de una ingenuidad casi dolorosa, y sus dedos recorrieron sus muslos con rapidez, apretando su piel a cada paso, con movimientos rápidos y nerviosos, como un camino de hormigas, hasta hundirse húmedos y felices en la suavidad de sus pliegues.

Raúl elevó su mirada y la vio morder su labio inferior, con los ojos cerrados y la frente mojada de un sudor brillante. Al sentirla tan viva, tan palpitante, tan hermosa, la creyó infinita. No necesitaba más. Su cuerpo creció y estalló en un río cálido y placentero que lo recorrió de arriba abajo y se dibujó a capricho en su pantalón.

Fue entonces cuando despertó. El reloj marcaba las cuatro. Ella no había acudido. Miró desesperado su móvil y el mensaje lo destrozó: “No puedo ir, ni hoy ni nunca. No volveré a hacerlo. Nadie merece esto”. Acabó de un trago su copa, con el hielo confundido y deshecho entre el alcohol y sus lágrimas, cerró de un portazo y se marchó con la promesa de no volver jamás a aquel lugar.

Pero las promesas se incumplen. Y Raúl, cada martes, a las dos, reservaba la misma habitación, en el mismo sitio, con el triste y desolado deseo de verla regresar.

3 comentarios:

  1. Pobre Raúl, ¡hombre, esto no se lo merece! A saber los motivos de Marta. Un relato que es como un soplo de otoño en un barrio de Madrid solitario por donde las hojas corretean por la calle haciendo flotar el recuerdo de ella, otra vez.
    Y hermoso.

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  2. Es una vuelta de tuerca la del último párrafo que nos arrebata incluso la esperanza de que el personaje superará el dolor.
    La esperanza engendra dolor. O tal vez el dolor mismo sea la sombra que queda de aquel amor, y baste para alcanzar el consuelo.

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  3. Nadie merece esto, quizas sea cierto.

    Me ha encantado seguirte hasta el final, desolado y triste

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